Antígona

Fino polvo sobre toda la piel

"No siendo yo argentina, solo puedo especular con cautela sobre “el sentido” que pudiera adquirir la “Antígona” de Watanabe presentada hoy en este país. ¿Cómo sonará este verso a un espectador de Buenos Aires?

Quiero que toda muerte tenga funeral
y después,
después,
después
olvido.

El sentido se forma cuando el receptor relaciona una obra de arte (construcción simbólica, porque no nombra directamente) con el referente o “real” que está fuera de la ficción. La comunidad respira ese real como parte de su atmósfera histórica y cultural. De modo que los sentidos que otorgan los argentinos a determinado universo simbólico vienen de un peculiar acumulado de saberes y convicciones y experiencia vivida que en buena medida no son universales. Más bien los sentidos que la comunidad otorga surgen contaminados por los códigos o pactos de convivencia que circulan en el medioambiente. De una misma ficción u obra de arte derivarán, previsiblemente, sentido diferentes para miembros de otras comunidades. Sólo me atrevo a vaticinar que la obra de Watanabe frotará fino polvo sobre toda la piel del espectador y que el público, así ungido, se hará una pregunta: ¿qué ha sucedido en mi patria?
Para empezar, hablemos de hechos:
En Tebas, pasada una guerra cruenta, la joven Antígona quiere dar sepultura al cadáver de su hermano Polinices, general muerto en combate; pero el tirano Creonte considera a Polinices un traidor por haber vuelto las armas contra sus hermanos. Le niega, pues, las honras fúnebres. Al cuerpo insepulto de Polinices lo destrozarán buitres y perros, nunca será abrigado por la tierra, y jamás entrará en el reino de la luz y de la paz. Ese es el castigo horrendo.
Pero Antígona “tiene el corazón puesto en cosas ardientes, en deseos de desobediencia”. Allí está la semilla de la tragedia. Violando la prohibición, la muchacha asperja con vino el cuerpo del hermano, lo frota con fino polvo y lo soterra. Capturada, Creonte de nuevo castiga: la doncella morirá de hambre y sed en una cueva sellada en la montaña.
En la historia reciente de Argentina hubo miles de hombres y mujeres asesinados bajo el cargo de traidores a la patria. El estado desapareció sus cadáveres, de modo que tampoco aquí pudo haber honras fúnebres sino cuerpos despedazados y hermanas y hermanos y padres, madres, hijos e hijas que no pudieron enviar los cuerpos amados hacia la luz y hacia la paz. Como el de Polinices, aquí hay miles de cadáveres destrozados y errantes.

Algunos dicen:
... agradezcamos hoy la vida
y el sol
y la paz que es un aire transparente, y empecemos a olvidar.
Otros creen que el genocidio no prescribe.

Hasta aquí intenté imaginar cómo el universo simbólico del poeta peruano agudizará visiones diversas sobre la historia argentina reciente y, allí donde el símbolo intersecta el horror real, se orquestarán zonas de “sentido” socialmente significativas.
Pero enseguida debo agregar que el arte no es solo un productor de sentido (rebote sobre el psiquismo que uno puede traducir a un discurso); el arte se cincela con forma precisa y preciosa, y esta golpea directo sobre la vista y el oído y otras partes del cuerpo causando un rapto de vivido, una experiencia que no remite a sentido sino a energía y deseo de cuerpo movilizado. En teatro, solemos llamar evento a eso que me pasa, en el plano existencial y corporal. No es ajeno en términos absolutos al sentido, pero tampoco puede identificarse con él porque el evento-cuerpo tiene un grado de indefinición y autonomía capaz de despegarse del código previo.
Ahora intentaré trasladar a discurso lo que a mí me hacen las imágenes diáfanas y arcaicas de Watanabe y la zarza ardiente de estas vidas que, todas, corren hacia la tragedia.
Creonte frunce el ceño y declara: “Debo ser obedecido en lo pequeño, en lo justo, y aun en lo que no lo es”. La frase del tirano hace desaparecer la luz, oculta los resplandores de amanecer, ahuyenta a la primavera y asusta al ciervo. El cuerpo valeroso de cualquier humano, hecho para actuar, se pliega temeroso sobre sí mismo, como una vela que se extingue. Ese es el principal crimen que yo percibo en Antígona. La arbitrariedad del tirano instaura la ética de la supervivencia. La desobediencia solo puede existir como una “ola rara”. Con “demorado atrevimiento” llegará Hemón a salvar a la doncella y, en vez de besarla, solo podrá vomitar sangre sobre sus labios.
Pero todavía se nos reserva la estocada final. Watanabe, astutamente, se vuelve contra la autocompasión del espectador y nos revela el crimen peor: el poder nos ha producido como pequeñas almas culposas, ni siquiera convencidas de nuestra cobardía y complicidad."

Magaly Muguercia
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