Anfitrión

Hablar de la vigencia de un clásico es casi un lugar común. Un refugio para no asumir que en el fondo desconocemos las razones por las que estos textos nos eligen a nosotros. Luego, podemos escribir infinitas páginas que justifiquen la nobleza de estos materiales. Pero como no es el espacio seré más breve: Un día por error leí esta obra. Empezaba a estudiar teatro, me mandaron a leer otro texto de Molière, me confundí y leí Anfitrión. Pasaron cerca de quince años. La obra quedó ligada a mí desde esa vivencia de juego con la que aprendía, en aquel tiempo, lo que luego sería mi profesión. Hoy, cada vez que me encuentro con un grupo de actores trato de reencontrarme con ese juego puro contra el cual, muchas veces, la profesión atenta. Las máscaras han sido un medio. No las entiendo como una caracterización sino como un extraño elemento que en el rostro del actor transforma, oculta y desnuda. Los artistas trashumantes de la Comedia dell' Arte actuaban con ellas y allí bebe nuestro autor mucha de la savia de su teatro. Así, llego a Anfitrión y con toda libertad se la robo al comediógrafo francés tal como él se la robó a Plauto. Digo se la robo porque al momento de convertirse en tablero de juego nos hemos tomado permiso para hacer nuestra versión. Es decir, nuestros tropiezos, saltos, malabares, susurros, alaridos y las cuerdas de nuestras almas han generado una nueva partitura para el texto que ya no es la del verso francés. La versión, resignando el verso y atravesada por nuestros cuerpos, nuestros aciertos y errores nos pareció igualmente necesaria de compartir por ustedes. Festejemos esta posibilidad.
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