¿Qué es un clásico? Frente a esta pregunta seguramente surgirán una serie de nombres propios para salir indemnes del interrogante, sin llevar la cosa a mayores. William Shakespeare  es un clásico, Molière es un clásico, Aristófanes  es un clásico. También se puede responder, desde las obras, que Hamlet es un clásico, que Tartufo lo es...pero hasta dónde llevar el acuerdo. Una vez que se repasa la lista consabida empiezan los conflictos, se acortan las distancias temporales y para sostener que algo o alguien es un clásico, más de una vez hay que poner en juego la argumentación.

No hay que olvidar, sin embargo, que incluso en la clasificación de los que parecen indiscutibles, la noción de “clásico” está fechada. Aunque la duración sea extensa, no es eterna. El criterio que lo sostiene no es atemporal.

El diccionario afirma que “el autor o la obra que se tiene como modelo a imitar” acepta esta calificación. (Eludimos, en este caso, y a conciencia, la acepción vinculada con “clasicismo”). 

Para que algo pueda ser un modelo a imitar, tendrá que estar visible, es decir, en alguna medida habrá que considerarlo como una figura canónica en un momento determinado.

Puede parecer antipático pero, bien entendido, ninguna puesta es un clásico en sentido estricto. Las puestas son efímeras, por lo tanto qué posibilidad tienen de funcionar como modelo. Si cada una (aunque las variaciones sean pequeñas) es única e irrepetible, no es posible volver a ella para imitarla, no tiene posibilidad de permanencia para que funcione como modelo. De los restos, de los fragmentos de la puesta que quedan en la memoria, sí se puede hablar, o de esa otra cosa que no es la puesta, sino la referencia a la puesta, que es lo que construye la crítica o la investigación teatral. 

De manera equivalente al canon, el clásico pone de relieve la cuestión del centro y la periferia, se define más por lo que se suprime que por lo que se incorpora. Hay clásicos porque hay no clásicos. Si todos los textos pudieran ser considerados clásicos, ninguno en realidad lo sería, la calificación dejaría de tener sentido.
Pensar la taxonomía de los textos clásicos implica una instancia de discurso. ¿Por qué? Porque referir a ellos presupone armar un conjunto, en el que se selecciona, se pone en juego una nomenclatura. Esta clasificación y esta denominación no son otra cosa que discursos. El conjunto de los clásicos postula una “ficción de unidad”  1  que se pone en cuestión en el mismo instante en el que uno se pone a mirar qué hay adentro del conjunto. 

Así como el canon domestica, regula, el criterio de lo clásico tiene una función equivalente.

Peter Brook  sostiene que el teatro se afirma siempre en el presente, no tiene un carácter permanente, que nada hay que se fije: “…los ensayos no llevan al estreno, los actores no construyen personajes como si fueran paredes”. Paradojal tiene que ser, entonces, su relación con un concepto que intenta ordenar, constituirse como modelo, ser autoridad de lectura.

Y sin embargo, los clásicos siguen estando allí, en nuestros teatros hoy, más o menos evidentes.

Esta nota intenta mostrar de qué modo (muy poquitos entre tantísimos otros) algunos dramaturgos y directores porteños recurren a los textos clásicos, para construir sus propios textos dramáticos y puestas.

Un impostor (revista para baño) desplaza de manera evidente el lugar donde transcurre la acción: el baño es protagonista espacial de esta particular puesta de Tartufo. Pero no cualquier baño. La construcción del espacio remite, por un lado, al baño de la casa de la familia (porque es el lugar donde la familia se encuentra, donde se esconde, donde planea, y si Tartufo interactúa, también, en este lugar se puede advertir cuál es el grado máximo de intimidad que posee) y por otro lado, de ningún modo propone una reconstrucción realista del espacio, ya que ese baño no podría ser el de la casa de nadie. Son muchos los detalles que permiten tal afirmación, pero mencionemos uno: el inodoro móvil, inútil adminículo bajo cualquier circunstancia.
La presentación de semejante espacio instala desde el primer momento el artificio, elude desde el principio cualquier intento de acartonamiento clásico ¿Qué tipo de movimientos se esperan, qué vestuario, qué gestos, para que estén de acuerdo con el espacio que se articula?
La historia que planteó Molière, entiéndase la “historia”, se mantiene, pero se exacerba en relación con lo que plantea esta puesta, marcada por rasgos paródicos en la construcción de casi todos los personajes, Tartufo (con ese tinte de iglesia electrónica) Mariana (duplicada), Valerio (atontado), el sexo invertido de ciertos personajes, manteniendo el nombre propio, construyen probablemente una mirada un poco menos moralizante, pero un poco más corrosiva de la sociedad que nos muestran y que permite, para quienes quieran leerla así, una crítica de la actual.

La red inextricable elige un camino en particular, se queda con algo de la historia de Agamenón, (una de las partes de La Orestíada, de Esquilo). El regreso de él (nunca aparece el nombre propio) se menciona, el personaje no será más que menciones sucesivas en la narración de ambas mujeres.
La historia se cuenta desde ellas: Clitemnestra y Casandra articulan el relato. No interactúan entre sí, sino que hablan para sí mismas o para otro, reconstruyen la historia clásica con pequeñas actualizaciones, con detalles que oscilan entre señalar el ayer y el momento contemporáneo. La lengua atemporal, profundamente poética, elusiva, convoca otro tiempo. Las menciones cotidianas: los pasajes, la mesa de luz, el tren, las llaves, nos remiten al propio.
Casandra se presenta a sí misma como la que ya conoce el destino, el del hombre que la trajo y el suyo propio, afirma haber soñado con los rostros y los actos, sólo espera que la profecía se cumpla.
Clitemnestra no se parece al personaje clásico. Hay en ella una ternura resignada. A pesar del odio hacia el hombre al que matará en la bañera, aquél no es indiscriminado, sino que sabe dirigir sus puñales hacia el lugar que corresponde.
El tema, evidentemente, es otro. La guerra ya no existe, ni hay poder en juego. Sólo hay una madre que venga la muerte de su hija (la que tanto se parecía a Casandra). La tragedia tiene lugar sólo de modo relativo. Es cierto que él muere asesinado, pero los sueños de Casandra no se cumplen. Ya no existe el destino. Es Clitemnestra la que decide. La joven le presenta el cuello con los ojos cerrados, pero en lugar del puñal, desata un beso. Casandra ya no es la que sabe, porque la historia no está escrita en ningún lado. No hay tiempo del mito. Hay historia, y la historia es imprevisible.

Lisístrata Unplugged  nos presenta otro modo de hacer una versión de un clásico. Una versión con una importante incorporación de lo musical.
Esta Lisístrata no da por sobreentendido ningún conocimiento sobre la obra de Aristófanes, ni siquiera los nombres más comunes del mundo griego. Por el contrario, aporta todos los datos necesarios para comprender ese universo. Sin embargo, el recurso no se convierte en redundante para los conocedores, porque el humor es el que media entre la información y los espectadores. Un modo original de construir competencias.
El lenguaje está absolutamente actualizado y logra que el público contemporáneo perciba que está presenciando una comedia y disfrute absolutamente con ella. También hay actualización en los objetos del mundo que se mencionan: el esmalte de uñas,
las cuentas que vencen, la celulitis...
La postura lúdica de los actores hace que todo el teatro entre en el juego, sin construir distancia temporal ni espacial. La música, las pequeñas intervenciones en relación al público contribuyen para esto.
El vocabulario que ponen en juego, hay que decirlo, es ciertamente escatológico. Seguramente es un modo de respetar la propuesta de Aristófanes, unos cuantos siglos más tarde.
Actúan bien, cantan bien, parece que se divierten con lo que hacen y contagian a la platea esa diversión. ¿Algo más? Sí: una línea de atención para el calzado de Zeus, acorde con el resto de la puesta. Una joyita.

Desde Irina,  propone contar la historia de Tres hermanas, de Antón Chejov, a partir de la más joven, Irina.
La puesta es de una belleza plástica muy particular. Los claroscuros y los rincones se conjugan para cruzar del pasado al presente y viceversa de manera constante. Una sola actriz, un solo personaje, reconstruye una compleja historia desde un punto de vista predominante: el suyo.
Irina recurre a diversos medios para articular su relato. Desde las fotos que describe y a las que inscribe una historia, hasta el recorrido por ciertos objetos que vincula con su presente y con su pasado. Convoca las voces de los otros y puebla la escena de cuerpos invisibles y decires inaudibles.
Pero además construye otro personaje (que alguna vez fue del orden de lo real: Chejov). Es el que escribe, aquél al que Irina cita, son sus hojas dispersas por el espacio las que lee.
El personaje de Irina se distancia y se reconoce creación, se percibe escritura de otro, aquí devenido necesariamente personaje.
El final y el principio se confunden, se fusionan, porque una vez que el orden de la ficción se entremezcla con el real, cómo saber “quién es el que sueña y quién es el soñado”.

Muy brevemente referimos cuatro puestas, que podría decirse, cuatro ¿entre cuántas? si se observa la cartelera porteña se verá cómo los clásicos (esos que parecen no discutirse, pero ya dijimos...) son profundamente productivos.
Cada director, cada dramaturgo eligió, propuso, recortó, seleccionó, en función de un modelo, de un referente.
Cada una de estas puestas tiene su propio valor y cada una hizo productivo al clásico que tomó como excusa o como punto de partida, para constituirse a sí misma.
Mientras los clásicos sigan ocupando este lugar que provoca deseo de hacer teatro, tendrá sentido hablar de ellos, aunque no acepten explicaciones unívocas ni tengan garantía alguna de verdad.

1Este concepto no es pensado originalmente para esta noción, sino para la de canon. Fowler, A “Género y canon literario” en Garrido Gallardo (Ed) , Teoría de los géneros literarios , p.25-127 , Madrid, Arco/ Libros, 1988.