Jueves, 01 de Enero de 2015
Lunes, 26 de Febrero de 2007

¡No te hagas la víctima!

Otra vez Mónica Cabrera irrumpe en la escena porteña con un unipersonal. A la desopilante serie de bataclanas (El club de las bataclanas),  le siguieron las mujeres que trabajaban (Arrabalera, mujeres que trabajan), para llegar hasta este momento, en el que asistimos a un universo de personajes cuyo punto en común es el hecho de ser víctimas de las circunstancias que les tocó vivir, aunque muchas de ellas no quieran ser consideradas como tales.

“No soy una víctima”, dicen varias integrantes de este sistema. Sí señor: parece ser que existe un sistema para aquellos que se erigen en víctimas. O quizás el hecho de ser víctimas implique formar parte de un sistema ¿O será que el sistema es el que nos convierte en víctimas? ¡Qué lío! ¡Vaya una a saber!

El espectáculo está armado como una sucesión de personajes, entre los cuales se intercala uno que vuelve, vuelve y tiene continuidad: la suicida que no tiene suerte.
Una mexicana abandonada por su hombre ante el altar, una decadente mujer que otrora perteneciera a la aristocracia argentina y ahora, abandonada y sin servidumbre,  recuerda el pasado por consejo médico, una señora atacada hasta la paranoia por el miedo y la “inseguridad”, una desquiciada que camina por la avenida Corrientes y una enana cantante de tangos que no es enana,  completan esta cadena de víctimas. Cada una de ellas, además de tener su escena, tiene un rasgo que la caracteriza.

Cada criatura que Cabrera engendra tiene algo que la distingue.  Es comenzar la escena, dar uno o dos pasos y a veces ni siquiera desplazarse, y ésta aparece. En algún gesto que la identifica,  en un modo de hablar o quizás de pararse, se ve cómo asoma, cómo se impone unos segundos después. Sus personajes no son modosos, austeros, o contenidos. Gozan de la desmesura, de la exageración, una exageración absolutamente verosímil. Cada escena es un mundo. El modo de plantarse de cada personaje crea un tiempo y un espacio que el espectador imagina sin dificultad, así se trate de una calle o de una cornisa.

De todas maneras, y aunque cada cual tiene su pequeño universo, el espectáculo, aunque no lo explicita,  crea la sensación de que todas las víctimas pertenecen a un mismo tiempo: éste. Son simultáneas, son hijas de esta era. Estas mujeres, sus vidas, resuenan en el mundo de hoy.
El espacio se recuerda como un gran color blanco con manchas rojas. Un mundo de vendas, gasas, salpicado de sangre.

Un párrafo aparte merecen los tangos  (cabe aclarar que no es el único momento en que se canta, ya que la primera escena tiene como corolario una canción), tangos que toman como protagonistas a diferentes víctimas, tangos que la obra incluye en boca del último personaje,  Amparo, la cantante enana que, como ella misma aclara,  no es enana sino que actúa de tal (humorada que incluye una reflexión acerca de lo que implica  una representación). Allí afloran las víctimas del abandono, del exilio, de la soledad: las víctimas del tango.

El sistema de la víctima sorprende con una actriz inteligente, que combina  una actuación de fuerte caracterización, con el ingenio sutil de un texto, que, sin subrayar,  logra reírse del dolor, como un modo de volver más soportable la desgracia ¿Será así, nomás, o me estaré haciendo la víctima?

Publicado en: Críticas

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