Una luz que se iba

Diego Zavala, el narrador de esta historia, es un joven al que las cosas no le serán del todo fáciles. Construyendo esta mirada “del interior”, el genio narrativo de Ricardo Piglia nos pasea por una multiplicidad de espacios reconocibles de la ciudad por los que deambula Zavala. Así, la calle Lavalle, la estación Constitución y la claustrofóbica pensión donde reside se vuelven una carga para el protagonista... como su compañero de cuarto. Si todo el movimiento citadino es poco amable, ni siquiera en su lugar de intimidad el protagonista encontrará un verdadero refugio. La hostilidad del boxeador se expande: un cuerpo que, desde la voz, lo irá invadiendo todo. Un crescendo de malestar y violencia se despliega paralelamente a la consolidación de una relación simbiótica. Se desnudan en esta contraposición dicotomías tradicionales: porteños versus provincianos o “vida en la ciudad” versus “vida en el campo” en un contexto todavía regido por la lógica peronismo / antiperonismo.

Piglia escribió esta obra cuando apenas tenía 22 años. En 1963 ganó un concurso de cuentos y fue publicado en la colección La Invasión, cuatro años más tarde.

Dice Adolfo Agopian, el Director:
“Siempre es un desafío hacer mutar una obra literaria en un texto teatral. Pensamos esta transformación seducidos por el movimiento que la deriva del narrador va desarrollando. Un solo actor concentra la fragmentación de voces que aparecen en el discurso del protagonista y de su contendiente. Una suerte de pelea contra sí mismo que presenta, a la vez, los múltiples espacios y diferentes tiempos por los que transcurre la narración.
Tratamos, no de contar un cuento, sino de atravesarlo o transcurrirlo en las ricas instancias que las letras nos plantean; mostrar las tensiones de la relación a partir de esas diferencias de estados que nos definen en identidades tan argentinas, discursos cargados de prejuicios sociales que, a su vez, pueden permitir que dos extraños se acerquen. Además de los múltiples estados de resentimiento, excitación y miedo, confiamos en la amistad que estos jóvenes marginales entablan. Y en la necesidad de sentirnos constituidos por la mirada del otro, del compañero.
La fuerte carga poética que concluye el relato, anticipada desde el título, plantea también una espacialidad alternativa. La pantalla donde se proyectan imágenes determina, también, un contrapunto con la acción física del actor, que multiplica las posibilidades dramáticas de la escena.”

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