Máquina Hamlet

A esa altura nos preguntábamos: ¿por qué la obsesión de hacer teatro con estos elementos? La respuesta era simple: el teatro nos parece el lugar preciso para desarrollar el tipo de emociones que devienen de trabajar con procedimientos que podríamos llamar Periféricos.

Contar desde la crisis misma de la creación.

Desde una mirada que debe perder el sentido de la frontalidad.

Desde miradas transversales a objetos ya conocidos. Sin importar demasiado cuál es el objeto.

Una búsqueda desde un punto más extremo desde donde transmitir un hecho simple, ya no como hecho simple, sino a varios niveles. Y que la visión desde ese punto abra áreas de sentimiento que proporcionen un sentido más profundo de la realidad cotidiana de la imagen conocida. Develar las otras realidades de esa imagen.

Intentar realizar una obra que atrape esta nueva realidad cruda y viva y la fije en el escenario. Entonces ¿por qué no tomar un clásico y exponerlo a estas consignas de trabajo? Sumando a nuestro favor el conocimiento que el espectador ya tiene sobre el clásico. Transgredir esa información. Construir un clásico periférico.

Y para transgredir lo conocido a esa altura intuíamos que se hacía necesario trabajar con leyes autónomas y periféricas. No alcanzaba sólo con oponerse frontalmente a la ley conocida en el sentido estricto del término. Eso no creaba nuevos espacios.

De alguna forma desatenderse de los territorios conocidos ya que no es muy probable luchar contra la ley probada y poder vencerla. Se trata entonces, para nosotros, de explorar territorios desconocidos de la experiencia humana. Inventar o renovar formas dramáticas, teatrales. Exponer la maquinaria del drama, sus engranajes, y sus contradicciones. Poder romper con lo que ya fue hecho o lo que se puede hacer con facilidad. Y trabajar con los restos, los desperdicios del pensamiento tradicional. Mostrar desde el borde una realidad que el público no está esperando ver. Nunca perder de vista que para que suceda lo verdaderamente inquietante es necesario mostrar ese borde, la desgarradura de la cultura.

Estrenada en 1995 en Buenos Aires, Máquina Hamlet, de Heiner Müller, le permite a El Periférico de Objetos acceder a los escenarios internacionales. La propuesta de la obra surge a partir del deseo de poner en escena un clásico (Hamlet) “de manera periférica”, y Müller, sin conocer la necesidad del grupo, ya ha escrito ese texto: Máquina Hamlet , que construye desde lo textual el andamiaje necesario para que a través de la escena se hable de temas nucleares del grupo. El Periférico de Objetos crea con la obra de Müller uno de los espectáculos más radicales y revulsivos de la escena argentina. En Máquina Hamlet se pasa del retablo al escenario, se abandonan los muñecos característicos del grupo para presentar otra escala: es el turno del antropomorfismo. Los objetos tienen aquí la estatura de los hombres, y la dialéctica encuentra un nuevo pliegue. La primer escena del espectáculo presenta una imagen fija en donde los actores se encuentran mezclados con los muñecos que llevan sus rasgos y sus ropas: son lo mismo: idénticas facciones, idénticas medidas. ¿Cuál es el límite entre el objeto y el sujeto? Parece no haber borde entre ambos. Un muñeco es descuartizado y exhibido como objeto de arte, varios muñecos son apaleados y castigados hasta la muerte. Pero nada puede dar cuenta de que los castigados y los descuartizados sean objetos. El límite se borra y de esta manera el espectáculo desata una violencia escénica sin precedentes: asistimos a la muerte reiterada de sujetos a manos de objetos y somos testigos en la escena final (donde, por una aceitada puesta en abismo, se incendia el teatro) a la destrucción del género humano: única salida posible del laberinto. Mientras tanto Hamlet (el artista, el pensador, la máquina) observa todo desde la impecabilidad de su traje negro. El artista, el intelectual, dice Müller, tiene el privilegio del asco. Y El Periférico de Objetos asume ese privilegio para hablar de su creación. Transforma este espectáculo en declaración de principios: ya no asistimos a una ficción, sino que la ficción cede su espacio al discurso autorreferencial para así dar cuenta de la situación del arte. El grupo se coloca así, en el centro de la discusión política.

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