Ricardo III

Ricardo III de William Shakespeare alcanza hoy la grandeza del mito.

Trasciende su origen y cualquier intento de encasillamiento histórico naufraga por el carácter de su criatura: Ricardo es una mezcla de pecados, pero agrada; se ríe con él, sabiendo todo el tiempo lo que es, ya que no hace nada por ocultarlo. Pero si nunca es del todo lo que parece, nunca es todo lo que él es.
La adaptación y puesta en escena de Martín Barreiro remarca esa habilidad camaleónica del personaje y la multiplica en tres actores que asumen su protagonismo. A través de ellos Ricardo engaña, miente, se burla y, luego, de manera espectacular, cae...
La obra comienza en tiempo de paz, pero es una paz ganada por la crueldad y no merecida por ninguno de sus beneficiarios: ni Clarence, ni Ana, ni Isabel, que se acomodan de un bando a otro; ni la madre de Ricardo que lo castiga por sus pecados, ignorando los de sus otros hijos; ni los ministros, que privilegian sus intereses; ni Margarita, que despliega la furia de un demonio caído. Salvo los pequeños príncipes, las víctimas de Ricardo son espejos de Ricardo, y si él engaña para lograr sus propios fines, sus engañados lo hacen de igual forma. Porque Ricardo no es la causa de la enfermedad de su patria, sino que es un síntoma. Y en la obra de Shakespeare se convierte en la cura. En su ascenso hacia el poder Ricardo purga con sangre una tierra corrupta.
“Sin mal no hay bien”, parece afirmar peligrosamente la obra. Pero quizás ese sea el genio de Ricardo: engañándonos nos enseña a no ser engañados.
Ponemos en escena Ricardo III porque es una dura advertencia sobre la naturaleza del poder, pero también, porque nos muestra una realidad distorsionada, donde el encanto se confunde con la virtud, el ingenio con la justicia y los cambios de bando en función de los intereses políticos en moneda corriente, reflejando de manera inequívoca nuestra época.

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