Hipólito o la peste del amor

Basada en Hipólito de Eurípides, esta obra de Marcos Rosenzvaig se sirve del relato mítico para abordar, desde una perspectiva propia, un abanico de relaciones humanas. El poder, la enfermedad, el amor, la pasión, la ambigüedad sexual y la represión constituyen el sino de la tragedia. La estructura clásica se funde a un lenguaje poético contemporáneo y los personajes, dueños de un humor desopilante, revitalizan la tradición, atrapados en la modernidad.

Sobre la obra

Por María Gabriela Rebok
Prof. Titular de Estética en la UNSAM
y en la Universidad del Salvador

Hipólito o la peste del amor de Marcos Rosenzvaig sostiene, desde el título mismo y luego en el desarrollo del drama, que la enfermedad que hace sufrir a los mortales es nada menos que el amor. En la figura de Fedra se muestra cómo el deseo insatisfecho enferma y abre la puerta para el deseo de muerte. “Estoy enferma” dice Fedra. El nombre de la enfermedad, de la peste es “amor”. “El amor es la verdadera condena de esta tierra […]. Todo ha devenido práctico, utilitario. La política es la universidad de nuestros hombres”. Así suena la queja de Fedra. “El amor siempre yace escondido en una zarza ardiente de espinas”.
En toda la obra hay una presencia obsesiva de la corporeidad: por las urgencias del deseo en Fedra, por los mecanismos de represión en Hipólito. Sin embargo, el cuerpo será al mismo tiempo el ineludible intermediario, su lenguaje permitirá al alma encontrar la expresión.
Fedra yace en forma de cruz, es ella misma la encrucijada. Impreca al destino como una “urdimbre maldita”, como un juego jugado por otros. “Somos espectadores de nuestra propia partida.” “Estoy acuchillada por dentro y sometida por fuera”. Experimenta al cuerpo como inerte y flotante.
El contexto socio-político no es menos opresor. Teseo, el rey y marido de Fedra, está casi siempre ausente, empeñado en guerras de conquista. Sus regalos a Fedra llevan las huellas de la sangre derramada. Mientras tanto, el control social es ejercido por la Teniente y el General. Es peculiarmente insidioso y quiere taladrar los secretos de los sueños sobre todo de Fedra, pero también de Hipólito y del médico. Se presentan como “testigos de Dios”, investidos de su mismo poder. Investigan la etiología de la peste, para evitar “males mayores” y para salvaguardar el orden. La atmósfera trágica es esa sociedad carcelaria de control absoluto. Fedra afirma tener colocado un micrófono en el cerebro y le pide a la doncella que no se olvide de desconectárselo a su muerte, para no ser espiada también en la tumba.
El suicidio de Fedra enlaza culpa-sacrificio-liberación. “Si mi culpa es la causa de la peste, con mi sacrificio todo se detendrá.” Sin embargo, no será inmediatamente. Hipólito se verá como poseso por el cuerpo de Fedra muerta, cumpliendo con el principio trágico de “a quien un dios quiere destruir, antes lo enloquece” (R. Padel). Se ha perdido a sí mismo: “No sé quién soy”. Teme lo salvaje femenino y reclama el reconocimiento de su padre.
En suma, los amores desencontrados hallaron la calma a precio de muerte. Se disipa también la peste. Triunfa la convicción de Fedra de sobrevivir por siglos, convertida en mito.

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