Dos boxeadores en sendos teatros de la ciudad de Buenos Aires: uno desarrolla su pelea en el Sportivo Teatral y el otro en el IFT. A uno le pusieron por nombre Bengala, el otro se llama Otelo.

La puesta en relación de estas dos propuestas teatrales, permite poner en cuestión las cercanías superficiales que parecen inscribir ciertas cuestiones temáticas y colabora para  resaltar las diferencias que pueden convocar universos referenciales cercanos.
Observemos más de cerca. Bengala es la historia de un boxeador en decadencia (No. El término no alcanza. Es necesario bajar más escalones para dar cuenta de su realidad). En el caso de Otelo, el argumento shakeaspeareano organiza los conflictos centrales de la propuesta.

En ambos casos está representado el universo del boxeo: la remisión a cierto vocabulario, el ring, el entrenamiento, las vendas en las manos, el vestuario.

En las dos propuestas están presentes el entrenador, el que maneja los negocios y una mujer que, llámese Vanesa o Desdémona, pone en jaque la lucidez del boxeador en cuestión.

En otro orden, es preciso aclarar que ambas puestas son eminentemente polifónicas, es decir, son múltiples las voces que se articulan en escena.

La pregunta es entonces: ¿tanto se parecen? La respuesta está cerca de un “no” casi rotundo. Y esto es lo más interesante, porque es esta respuesta la que lo lleva a uno a preguntarse qué tipo de consecuencias tiene en términos ¿estéticos? haber puesto un boxeador en escena.

¿Qué posibilidades dramáticas conlleva un personaje que en alguna medida está esquematizado, ¿estigmatizado? por cierto imaginario?

Bengala, con la dramaturgia de Alfredo Megna, se presenta como una propuesta de un solo actor. No hay, sin embargo, una sola voz. Allí se produce una importante escisión entre lo que vemos (un hombre vestido como un boxeador) y lo que escuchamos (no lo que oímos, porque es siempre el mismo actor el que habla, aunque haya algunas variaciones en las entonaciones o en el ritmo). Lo que se dice es lo que construye la presencia de otros: de la mujer, del amigo fiel casi hasta lo último, del médico, del promotor, del entrenador y hasta de un narrador, que es capaz de plantear desplazamientos temporales y espaciales para completar relatos, en general, no centrales. Porque la historia central, la de Bengala, la cuenta él mismo.

Todo el universo temático- referencial del boxeo está puesto aquí en primer plano, pero el procedimiento para mostrarlo, (la maestría del actor Néstor Navarría para asumir la voz de todos los otros personajes (a veces baja un poco la cabeza, y ya se sabe que es otro el que habla), el ritmo, la resistencia para moverse en el ring-escena), sumado a la dramaturgia que arma la historia de a fragmentos, que va articulando las partes como piezas de un rompecabezas, convierten esta puesta en una propuesta bella y original, incluso para aquellos a los que el boxeo y su mundo, como a mí, les interesa demasiado poco.

Por otro lado, el lenguaje que Bengala expone, los conceptos que plantea, al parecer desde una sencillez absolutamente notable, son capaces de conmover al más inconmovible. Para dar un ejemplo, la mamá de Bengala, una mujer simple que se dedica a la manicura, le recomienda para “curar” sus manos, el gesto de acariciar (“a alguien que uno quiere, y tocar terciopelo”), porque sostiene que si no las manos (¿escindidas del resto del cuerpo?) se vuelven malas por la costumbre de pegar.

¿Qué sucede con la otra puesta? Otelo, el campeón mundial de la derrota  y el lenguaje de Shakespeare, convierten en algo muy particular este universo.

Poner un boxeador en escena para contar la historia de Otelo, tiene consecuencias concretas.  Resemantiza toda la obra, es decir, plantea nuevos sentidos. En primer lugar, inscribe la contemporaneidad e incluso la coincidencia espacial con el universo de los espectadores, lo que hace que la clásica historia no se perciba como alejada, sino, por el contrario, actualizada.

El único lugar de distancia se construye a partir de Desdémona. Digamos: el elemento exótico es ella, una joven alemana que abandona todo por seguir a este hombre que se dedica a golpear al prójimo como deporte.

El personaje del boxeador, junto con su entorno, es el elemento central para asumir como verosímil las acciones de Otelo, este hombre que se perfila un tanto irracional y con tendencia hacia lo violento.

El manejo exasperado del cuerpo, los movimientos rítmicos y cortantes, no tienen, sin embargo, su correlato en el lenguaje.  Por el contrario, circula una lengua heterogénea, diversa, que proviene de mundos distantes entre sí (y su extremo es el uso del alemán), desde la poesía de Shakespeare hasta el universo lingüístico de los relatores de boxeo. Emilia, por ejemplo, hace suyas las palabras del relator que malescuchamos  por la radio. Y esto es paradigma. Cualquiera puede ser fuente de palabras que parecen no cuadrarle, entonces, las palabras que pronuncia nos sorprenden. Algo semejante sucede con la inclusión de lo musical. En algún lado, difícil de definir, se han articulado las piezas, y han convertido a este Otelo, campeón mundial de la derrota (obsérvese esa especie de oxímoron, que permite que alguien sea campeón, enfatizado por el adjetivo que le atribuye la universalidad, del acto de fracasar) en una pieza preciosa.

Mérito de todos: los actores (Alberto Ajaka, Nicolás Miloc, Mariela Verdinelli, Sebastián Vigo, María Villar) la dramaturgia (que no es sólo la autoría de Shakespeare), la dirección (Alberto Ajaka), la obra se propone como un espacio-tiempo para pensar, disfrutar, reflexionar sobre los modos más diversos y originales de poner a los clásicos y para alegrarse de que sigan surgiendo buenos actores en esta dotada ciudad.

Dos boxeadores, en los escenarios de Buenos Aires, dos propuestas imperdibles, cada una con su talento en juego, hacen que los espectadores porteños sigan fatigando (como diría el maestro) nuestros amados teatros.