Jueves, 01 de Enero de 2015
Martes, 20 de Julio de 2004

Foz

Por Karina Mauro | Espectáculo Foz
Algo extendido en la actualidad, es asistir a obras de teatro que adquieren por voluntad y deseo de quienes las gestan, dimensiones de epopeya. Con el quijotesco intento de agotar todo lo decible y de mostrar todo lo mostrable, se convierten en juegos discursivos de excesiva duración o compleja propuesta. En medio de esta extraña pretensión que azota las salas porteñas, se presenta Foz. La obra de Catalán muestra una situación mínima, en un espacio mínimo, con una cantidad de diálogo mínimo –que ni siquiera es necesario escuchar claramente–, una enorme economía de recursos, y transformar todo esto en un verdadero hecho teatral. Ni más ni menos que eso. Se trata del relato de un viaje. A través de él, pueden inferirse relaciones de poder, situaciones de vida, formas diversas de apropiación del lenguaje (y del silencio), sueños modestos y frustraciones enormes. A través de la relación que construyen los tres actores ocupando un pequeño espacio, se recrean formas de sociabilidad. Parece no existir una voluntad de reflexionar acerca de la justicia o la injusticia de esas vidas, lo bueno, lo malo o lo mejor que podrían estar estos personajes. Simplemente muestra una situación que a nadie le importa. Seres poco importantes, en una situación menor, pero vivos en la pequeña caja de una camioneta desvencijada. La obra no obliga al espectador a colocarse en un lugar de pensador o intérprete, responsabilizándolo de llegar o no a la tesis propuesta. No se plantea desde la escena un código secreto a descifrar. No existe en la obra la violenta imposición de ser culpable de la ignorancia de no comprender un mensaje. Tres actores ponen su cuerpo y su voz para construir un vínculo. No son meros instrumentos de un texto que deben decir, ni se limitan a ser maniquíes de una idea externa. Producen, como resultado, un hecho vivo. Eso es suficiente para disparar en el espectador miles de ideas. Y si no desea hacerlo, puede limitarse a percibir –si es acaso posible percibir sin ideas–. Lo mejor es que, haga lo que haga, su acceso a lo que allí sucede es directo, no está mediatizado por ninguna instancia, por ningún conocimiento previo, por ninguna intelectualidad –ya sea el director o el autor– organizadora. Es excepcional la escenografía, que reproduce la parte trasera de una camioneta. Endeble, casi a punto de venirse abajo, pero resistente aún como para soportar un viaje por camino de ripio y el, por momentos, violento juego escénico de los actores. Ni siquiera necesita la totalidad del escenario para habitarlo, le basta con cortarlo por la mitad. El mayor mérito de la obra es transformar este elemento tan pregnante en un recurso para producir la acción –es indudable que la ocupación del espacio es central en el universo creado por la pieza–, sin que la totalidad quede supeditada al protagonismo de la camioneta. La iluminación –una lamparita que también resiste al maltrato– completa la atmósfera que transforma una noche en campo abierto en una situación de encierro. Foz es la excelente oportunidad de demostrar que, con poco, puede hacerse mucho. Porque no siempre más es mejor.
Publicado en: Críticas

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