Martes, 06 de Enero de 2015
Viernes, 13 de Abril de 2001

La poética como lenguaje

Yo los observo y la mayoría se queda en la superficie. Muy pocos se sumergen. (Lisa) Un baño viejo, de alguna casa de familia. La canilla pierde. El sonido punzante de las gotas perfora el agua acumulada en la bañera. Una tras otra. Al caer, una estela se expande como olas. Todavía no rebalsa. A lo lejos, el murmullo de las cañerías recuerda un afuera que no se ve, que nunca se verá porque todos permaneceremos encerrados en ese baño. La luz tenue, color ámbar, deja ver la soledad del lugar. La escenografía, la música y la luz confluyen en el significado “baño”, donde solo un elemento parece fuera de contexto: la televisión. Pero el espectador irá dándole sentido a esa presencia. Este espacio, íntimo por excelencia, es el que pierde la lógica y se transforma en bunker donde resisten, la madre y el hijo. Una madre que extraña a su marido. Un hijo que busca al padre. Un padre que se fue. El mundo disparatado creado por Federico León, autor y director de la obra, tiene su propio funcionamiento y construye su verosímil, estrafalario pero reconocible. Un universo cotidiano que se extrapola, se distancia para que se lo pueda observar. Situaciones y personajes familiares (incluso para la tradición de nuestro teatro) habitan un mundo “distinto”. El contrapunto parece ser el eje sobre el que se construye este mundo. Un ejemplo es, las actuaciones, que buscan el mínimo de composición, y la escenografía hiperrealista que se contraponen a un texto cercano a lo absurdo. Las actuaciones de los cuatro actores intentan ser lo más naturales posible, borrando todo rasgo de exageración. Y para ello si es necesario acumular, contener, contener el estado. Y lo logran. De esta forma la tensión dramática aumenta, los silencios se llenan de sentido y cuando llega el texto provoca la dislocación. Pero los opuestos lograrán la síntesis en la mirada del espectador. Él es el que produce el sentido. De esta forma la puesta en escena en su conjunto se vuelve significante, una especie de significante flotante cuyo contenido es llenado por el espectador, algunas veces causando risa y otras desolación. Pero algo para tener en cuenta es que a veces, este tipo de actuación puede correr el riesgo de llegar al límite de la neutralidad como por momentos sucede con Ignacio Roges (Enso) y volverse monocorde y sin matices. Lo que no ocurre con Beatriz Thibaudin que construye una excelente madre, cotidiana y simple pero densa a la vez. Carla Crespo como Lisa y Diego Ferrando como Gastón también logran un buen desempeño. El mundo de Jack es un desplazamiento metafórico permanente donde el agua y sus derivados tienen su protagonismo. Palabras como bañadera, sumergirse, bajo, abajo, lluvia, naufragio, empañado, sirena, Marina, barco, buzo, llorar, espejo, reflejo, sótano y, por supuesto, agua conforman un sistema independiente dejando claro que el autor-director y todo el grupo exploran y arriesgan en la búsqueda de un leguaje estético propio. Un universo disparatado pero que al construir su propia lógica permite que el espectador activo pueda ver otras dimensiones que no son tan disparatadas. El agua, líquido amniótico, fluye, corre, transporta, relaja pero también inunda, rebalsa, ahoga, carcome, pudre. En este marco la obra desarrolla una estructura de espejo donde la madre y el hijo (Gastón) se reflejan en esa otra madre (Lisa) que es la novia de Gastón y su hijo Enso. Lisa y Enso también fueron abandonados. El padre de Gastón se fue un día a vivir al fondo del mar, el de Enso subió a un barco y nunca mas volvió. ¿Coincidencia?, no creo. ¿Qué el otro ayude a reconocernos?, tal vez. En escena, un mundo en descomposición, la descomposición de la familia, la imposibilidad de comunicarse, la soledad, la necesidad del otro, la falta de compromiso. El final, no se sabe, no tiene. La vida es un devenir constante abortado por la muerte, mientras ésta no llegue se sigue con lo de siempre. Quizá, Mil quinientos metros sobre el nivel de Jack hable de todo esto, de algo o de nada pero lo que no deja de nombrar es la incongruencia del ser argentino.
Publicado en: Críticas

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