Jueves, 01 de Enero de 2015
Lunes, 11 de Mayo de 2009

La puesta en abismo

Por María Natacha Koss | Espectáculo Sin voz

La multifacética Gabriela Izcovich, presenta la segunda temporada de Sin voz todos los sábados en el Teatro del Abasto, una obra que resume lo mejor de su poética.

La sala del Teatro del Abasto se transforma en el living que todos queremos tener. Pisos de madera, techo alto, espacio amplio y un gran ventanal que da a un hermoso jardín, espacio que nunca había visto, ya que habitualmente está cubierto por unas cortinas pesadas negras, debido a los requerimientos de los diferentes elencos que habitan la sala. Si en el barrio del Abasto desde hace algunos años las casas se transforman en teatros, ahora el teatro vuelve -por una hora y cuarto- a ser una casa.
Aquí vive Muriel (Gabriela Izcovich), quien acaba de perder a su marido Guillermo (Guillermo Murphy o Esteban Mihalik, depende la función). Ella es directora de teatro, él es escritor. Como homenaje y como trabajo de duelo, Muriel decide adaptar para el teatro una serie de cuentos y la novela que su marido no alcanzó a terminar; "tengo que reconstruir a Guillermo -dice- darle una vida". Para este trabajo amoroso va a pedirle a sus tres mejores amigos (que no son actores) que se lancen a la actuación y emprendan este camino, con ella dirigiéndolos. Laura (Julia Catalá), Pablo (Javier Niklison) y Luis (Ezequiel Rodríguez), superando las dudas y los miedos, finalmente aceptan. "Mañana empiezo el gym -dice Pablo dejándolos atónitos a todos-, ¿cómo se hace para ser actor?".
Las escenas se suceden a gran velocidad y son, más que un conjunto lineal y homogéneo, pequeños flashes de la vida de los personajes que mágicamente se aparecen para nosotros. El trabajo de Magali Acha es notable, ya que lo despojado de la escenografía es lo que permite este intercambio, por la mutabilidad. Dos mesas y una silla pueden ser un living, pero también pueden ser un bar. Y si la oscuridad es parte de la luz, así como el silencio es parte del sonido. Los personajes pueden conversar o pensar en voz alta antes de que se vean sus cuerpos, lo que le termina dando mucho más dinamismo a la obra.
Esta estructura episódica nos permite reconstruir la dimensión del trabajo creativo, un aspecto del teatro que permanece oculto. Las dudas, los miedos, los sentimientos que se evocan en una labor donde la materia artística es la propia persona: el actor es el instrumento y el ejecutante, hace sonar su cuerpo y su voz.
Izcovich nos tiene acostumbrados, en su dramaturgia, a develar constantemente los recursos de la teatralidad: los espacios despojados, los personajes que interpelan al público, que entran por la platea o se sientan en las butacas. Pero esta vez da una vuelta más de tuerca y nos permite explorar los caminos de la producción, del proceso, y no solamente al producto.
Las escenas de los ensayos se intercalan con escenas en la que los personajes discuten sobre el trabajo, se pelean, recuerdan y extrañan al amigo perdido ("quiero sacarme la bronca de no tener más a Guillermo") y con escenas que son flashbacks de la vida con Guillermo (cómo se conocieron con Muriel, cuál es el origen de los cuentos que escribió, etc.). La comedia y el drama se intercalan en dosis homeopáticas que no le permiten nunca al espectador perderse en el sentimiento melodramático. La tristeza y el dolor ante lo irreversible se invocan en escenas desgarradoras que duran un minuto. La poesía se adueña del espacio sólo hasta que Muriel corta para hacer una marcación. La alegría es tan efímera como todo lo demás.
Es así como esta obra permite no sólo reflexionar sobre el teatro (la literatura es solitaria, el teatro se hace con gente), sino sobre el arte mismo, principalmente en su relación con la vida (los orígenes de las obras), demostrando que el sujeto siempre deja algo de sí en lo que produce, que el arte -como dice Carlos Marx- es trabajo humano. Pero además enrula el rulo, porque Gabriela Izcovich, al igual que Muriel, es directora, dramaturga, adaptadora y actriz. Desde diversos lugares, Sin voz se cuenta a sí misma una y otra vez, hasta el punto en que ya no podemos diferenciar pasado y presente, realidad y ficción. El arte y la vida se entremezclan de manera tal, que terminan siendo indisociables.

Publicado en: Críticas

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