Viernes, 02 de Enero de 2015
Martes, 21 de Abril de 2009

Estampas revolucionarias

Cielo rojo, el sueño bolchevique fue estrenada en el ciclo Octubre Rojo Rojas, organizado para conmemorar los 90 años de la Revolución Rusa, en 2007. Posteriormente realizó funciones en Timbre 4 y actualmente en Patio de Actores.

El espectáculo dirigido por Helena Tritek se compone de una selección de poemas de los artistas soviéticos Vladimir Maiakovski y Ana Ajmátova, ambos representados consecutivamente por varios actores. A los poetas se suman otros personajes que conforman una imagen del pueblo ruso artífice de la revolución. La obra se divide en varios episodios, fragmentando así la acción, que se desarrolla en el cabaret literario La Linterna Roja, en el Palacio de Invierno de San Petersburgo, sede del poder zarista y en los Montes Urales, entre otros sitios, señalados con pocos y simples elementos de utilería. En dichos episodios, los poemas se intercalan con canciones, algunas tradicionales del folklore ruso y otras vinculadas a la revolución y al partido comunista, como es el caso del himno La Internacional. La interpretación de estas canciones por Gipsy Bonafina, junto con las intervenciones musicales de Gabriel Magni, son, quizá, los momentos estéticamente más bellos del espectáculo.

Sucede que una vez más nos encontramos con la representación estereotipada del pueblo soviético: personas con pesados abrigos descoloridos que, con sus brazos siempre en alto y dando grandes zancadas, vociferan a los gritos consignas revolucionarias. Es innegable que esta imagen convencional fue cristalizada por los mismos soviéticos y puede registrarse muy elocuentemente en su cine, entre otras representaciones de ficción. La pregunta que surge es: ¿existe otra manera posible de representar al pueblo soviético? Frente a representaciones de este tipo, el espectador no puede dejar de preguntarse cómo eran las personas que le pusieron el cuerpo a la Revolución Rusa (y a cualquier revolución) y que seguramente no se parecían mucho a los robots que los suplantan en cantidad de películas, obras teatrales, piezas literarias y hasta en los mitos que aun circulan en el interior de algunos partidos de izquierda. Seguramente, decíamos, esas personas no andaban todo el tiempo contentas y a los saltos, exaltadas y enojadas, soberbias y omnipotentes, todo lo cual no se corresponde mucho con las consignas marxistas. Una vez mas, el problema se presenta en la linealidad y la ausencia de contradicción en la representación de referentes que quizá nos despierten mucho respeto y admiración, lo cual motive acaso el temor de que pudieran verse relativizados si se mostraran sus contradicciones. Curiosamente, es ésta una estrategia similar a la representación impuesta por el régimen stalinista, y una trampa en la que caen muchas buenas voluntades que no perciben que este aspecto monolítico y marmóreo aleja cualquier consigna política del mundo humano. En el caso de Cielo Rojo..., además, esta estética deja sin recursos a la mayoría de los actores, que presentan dificultades para sostener un tono sin matices.

Es perceptible el contraste que se da en el interior mismo de la pieza, entre lo antedicho y el relato efectuado por Teresa Cura, que funciona como apertura y en el que el partido comunista se transforma en el escenario de vivencias que, aun no articuladas del todo (tal vez la memoria jugó una mala pasada en la función a la que asistimos), pasan directamente al espectador, quien comprende la significación afectiva de lo narrado, quizá hasta sin entenderlo racionalmente y sin coincidir ideológicamente. Esa verdad tan humana, relatada de una forma amena, simple y sencilla, sin proclamas, ni gritos, ni gestos ampulosos, es, junto con sus lágrimas de emoción en el saludo final, lo que más acerca al espectador a ese sueño (rojo) de un cielo (bolchevique).

Publicado en: Críticas

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