Miércoles, 07 de Enero de 2015
Sábado, 20 de Septiembre de 2008

Pasillo al fondo

Con olor a nuevo, la sala Fuga Cabrera se inaugura con La noche canta sus canciones. Otro teatrero que consiguió el sueño de "la sala propia".

El último departamento de un PH de Palermo se convirtió, recientemente, en una bellísima sala de teatro. Igual que con Timbre 4, de Claudio Tolcachir, Fuga Cabrera, de Daniel Veronese, mezcla la vida con el teatro en un espacio sumamente cordial.
El debut fue con una obra de Jon Fosse, que no es Bob Fosse mal escrito (como yo creía). Jon es un noruego nacido en 1959, que hoy por hoy es, en su país, el dramaturgo más representado después de Henrik Ibsen. No estoy muy segura de si se trata de un problema de editores, de traductores, o de qué, pero lo cierto es que resulta notable lo poco que sabemos de los últimos 15 años de la dramaturgia mundial. Sarah Kane, David Mamet o Paula Voguel son para nosotros novedades absolutas.
De cualquier manera, el asunto es que también debutamos estrenando dramaturgo y obra. Según dicen, Fosse se caracteriza por un estilo minimalista, que contrasta fuertemente con el teatro que se hace en el primer mundo. A nosotros, tan acostumbrados a ver obras en donde la escenografía está armada con dos sillas y una mesa (por lo general más por falta de presupuesto que por voluntad artística), este minimalismo nos pasa casi desapercibido.
El espacio se construye con una alfombra cuadrada, un cochecito de bebé, un sillón y un "coso" (como bien dice el personaje de La Joven), que los espectadores rodeamos por los cuatro costados. No hay cambios de luces, no hay banda sonora, no hay nada de nada. El único objeto importante es Cartas de Niceta Lorca a su hijo Federico, el libro que El Joven lee durante toda la obra.
Como ya vimos en anteriores puestas de Veronese, los actores no salen de escena, sino que permanecen sentados en butacas, como si fueran espectadores, hasta que les toca entrar. Y, además, están vestidos con ropa de calle. Nuevamente se crea la misma sensación que en Un hombre que se ahoga: los límites entre actores y espectadores son difusos, sin convertir a la obra en un happening.
La historia gira alrededor de una pareja que acaba de tener un bebé que no se parece a nadie. Él sin trabajo, ella con licencia, ya no se soportan: "...hagamos algo distinto, miremos la tele", sugiere La Joven en el borde de la ridiculez. La visita de los suegros sólo trae más incomodidades, a pesar de que todos se esfuercen en decir lo contrario. "Algo tiene que cambiar". Y algo cambia, nomás, o al menos así parece.
La obra no es particularmente luminosa; sí es muy ágil, con ciertos diálogos inteligentes, otros graciosos, jugando siempre en el borde entre la tragedia y la comedia. Como pocas veces sucede, hay que destacar el maravilloso trabajo de traducción de Clelia Chamatrópulos que puede, sin hacerlo netamente porteño, acercarnos lo que, suponemos, es una obra llena de giros de habla noruegos.
Sin embargo, lo más fabuloso de la obra es el trabajo del elenco, lo que nos confirma una vez más que, para hacer teatro, casi lo único que hace falta son buenos actores. Eugenia Guerty, Pablo Messiez, Claudio Tolcachir, Elvira "Pipi" Onetto y Luis Gasloli, construyen una fortaleza usando ladrillos de aire. Y entre este elenco de notables, Guerty se destaca en su capacidad de crear comicidad con cualquier cosa.
"Algo tiene que pasar", decía La Joven; la verdad es que, en esta obra, gracias al elenco, pasa de todo.

Publicado en: Críticas

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