Sábado, 03 de Enero de 2015
Lunes, 04 de Septiembre de 2006

Mujeres que se matan soñaron hombres que se ahogan

Daniel Veronese vuelve a optar por un clásico chejoviano. Luego de su versión de Las tres hermanas (cuyo nombre original era Un hombre que se ahoga espía a una mujer que se mata, título que luego cercenó), retoma en Tío Vania el resto perdido de aquel nombre. ¿Acaso como continuación de una misma reflexión?

Es notable que, en medio de una pseudo-polémica acerca del retorno o no retorno al realismo, Daniel Veronese, uno de los dramaturgos/directores más prolíficos de nuestra escena posmoderna, se incline por obras como Las tres hermanas (en su anterior puesta) o Tío Vania (cuya versión nos ocupa en esta nota). Chejov, tan asociado al realismo, tan cercano a Konstantin Stanislavsky, al reino del subtexto y a la interpretación interiormente motivada, tan caro a las escuelas de actuación que lo utilizan como material, toma nueva vida en el contexto de una cartelera que parecía haberlo superado, pero que ahora lo recibe con los brazos abiertos.
Con un ritmo vertiginoso que coloca a las actuaciones, todas notables, en el centro de la representación, la puesta establece una explícita conexión con Mujeres soñaron caballos, merced a la utilización de la misma escenografía, tomada desde otro punto de vista, y a la idéntica situación escénica inicial. Espía a una mujer que se mata cuenta con total despojamiento, en lo que respecta al vestuario, la iluminación, la ausencia de música y la espontaneidad con la que se inicia la representación (los actores vagan por la escena, hasta que se sientan y empiezan). Este despojamiento, un poco a la búsqueda de un naturalismo absolutamente mimético, un poco heredero de cierto dogma cinematográfico, parece querer acercarse a la realidad, a la vez que denuncia la representación, en su evidencia de que “somos actores que ahora vamos a actuar”.
Estas referencias a la representación teatral se completan con la acusación a la teoría, ineficaz para explicarla (personificada en Serebriacov, un hombre que escribe de teatro sin saber nada acerca de éste) y la irónica mención al esnobismo del teatro moderno, posmoderno y más allá, que ocupa el comienzo de la pieza. Todos estos elementos componen la mayor injerencia textual de Veronese sobre la obra original. El resto de las innovaciones tienen lugar en la puesta en escena.
Si en Un hombre que se ahoga todos los personajes eran interpretados por actores de distinto sexo, recurso que convertía a las mujeres en hombres de acción, permanentemente activas y acechantes y a los hombres en jovencitas hastiadas, permanentemente esperando, aquí la modificación genérica, recurso siempre tan teatral, se vuelve notablemente más sutil. El único personaje que cambia su sexo es Teleguin, amigo de la familia, quien sufre una mixtura con Marina, la mucama. Así, el rol asumido por Silvina Sabater se convierte en una mujer comprensiva, casi omnipresente en la escena, que sostiene y acompaña a todos los personajes, al tiempo que se masculiniza notoriamente. Los caballeros deambulan, viven quejándose y tomando vodka. Serebriacov se esconde detrás de su impostada erudición para reclamar reconocimiento, mientras Vania y Astrov se escudan en personajes femeninos de una obra de Alexander Ostrovsky, en la que se esconde Las criadas de Jean Genet. Las mujeres, las que siguen siendo mujeres, parecen tener más claras las ideas, pero eso no hace que les vaya mejor.
Estas acertadas modificaciones caracterizan a la puesta como una auténtica “intervención” de la obra original y no hacen más que acentuar la mentada actualidad de los clásicos, por lo que se vuelven ostensiblemente significativas. El punto es que este díptico de Veronese parece expresarnos cabalmente, que las piezas del dramaturgo ruso que lo conforman, adquieren una proximidad que se creía perdida. Es como si este remitir al estereotipo, entre psicoanalítico y barrial, del universo femenino, siempre histérico y quejoso, siempre paradojal y en constante fuga, nos señalara un mundo que ha adquirido estas características hasta en sus elementos más insignificantes.
Entre tanta superficie aséptica y sin relieve que nos rodea, el subtexto chejoviano funciona como si tuviera más efectos que nunca. Porque no sabemos a qué remite, cuál es el significado que oculta y de ahí proviene su mayor eficacia. No por nada la obra termina con sendos cabezazos contra la mesa de Vania y su sobrina.
No por nada, entre la impotencia crónica y un deseo con la fuerza de mil caballos, las mujeres se matan, mientras los hombres las espían. Y se ahogan.

Publicado en: Críticas

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