Lunes, 05 de Enero de 2015
Jueves, 15 de Diciembre de 2005

Hotel Melancólico

Según Aldo Ferrer, la globalización sería algo así como la existencia de un sistema cultural de conexiones planetarias. La homogeneización cultural resulta así una herramienta más de colonización, creando un público transnacional. No hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de cómo funciona el asunto; basta con hacer cinco minutos de zapping y comprobar la cantidad de sit com que hemos importado bajo muy variadas formas. En teatro es más difícil porque es más caro, sin embargo en aquella tierra del uno a uno tuvimos nuestras Chicago, Los Miserables, La Bella y la Bestia. Pero como el sur también existe, hay una gran cantidad de obras en el off que son un fuerte de resistencia. Ante una identidad que se ve amenazada se anclan en la tradición creando relatos identitarios abiertos. Vuelven sobre los discursos nacionales desde un lugar otro. Son los mismos elementos que adquieren nueva significación en diálogo con los nuevos conflictos sociales. Como no sabemos hacia donde vamos a futuro (diría Eric Hosbawn), buscamos certezas en el pasado. Este es el caso de Hotel Melancólico, obra que usa al sainete para hacer cualquier cosa menos un sainete. Pero alto ahí ¿Qué es un sainete?. Hablando mal y pronto se puede decir que es un género de origen popular que vino con las primeras inmigraciones españolas del siglo XX. Es un teatro cómico, breve, conformista y adherente a la doxa popular. Todo sucede en el patio del conventillo, donde los personajes se entrecruzan entre música, canciones e historias de amor. Una de cal y una de arena, matizado con mucho tango, mucho malevo y mucha pebeta. Mariela Asencio tomó algo de aquí, algo de allá y armó una puesta que, con elementos reaccionarios, logra ser revolucionaria. Tenemos ante nosotros aquel patio de conventillo que vimos tantas veces, con ropa colgada y olor a miseria. Una mujer de espaldas juega con pompas de jabón. Apagón. En el baño los seis del elenco abren con una canción (El músico es Darío Lipovich, guitarra en mano) y nos presentan a todos los personajes. Las historias de amor se van entrecruzando en el patio, pero sólo hasta acá llega el sainete. La obra nos habla de nuestro presente, de los mandatos sociales como formas graves de violencia, y sobre todo del rol social de la mujer. Se destaca el inolvidable trabajo de Leticia Torres, dando vida a una mujer perro exclusivamente desde el trabajo corporal. Condensa en ella la obligación social de ser madre y la frustración al no conseguirlo a tiempo. La novia (Silvia Oleksikiw) y el novio (Federico Schneider) son la pareja arquetípica ... o eso parecen. La intimidad y el sexo se resuelven casi sin contacto, el único placer es para el malevo. Pero no es tan malevo como pensábamos cuando recibe la declaración de amor de El hombre (José Márquez). La deconstrucción de la figura del guapo del sainete es tan evidente como graciosa, asumiendo el pasado y reconociendo a la vez la distancia que nos separa de él. Tanto hombres como mujeres son estereotipados socialmente, por eso en la puesta ambos hacen un desopilante test Cosmopolitan. Los hombres asumen su parte femenina. Y entre tanta tipología surge Berta (María Laura Kossoy), la única que tiene nombre. Pero hay un pequeño detalle: habla en francés. Esto no es sólo una referencia a las primeras inmigraciones, sino la evidencia de que podemos comprender más allá de la palabra. Es más, el texto mezcla la poesía de Reynaldo Sietecase, un lenguaje actual y en boca de la mujer perro palabras viejas (a la pipetuá, cachirulo) que hacen ruido. La voz se usa como música, otorgándole una dimensión simbólica. Y nos damos cuenta de que en realidad toda la puesta funciona así, cayendo en lugares comunes sólo para romperlos cinco minutos más tarde y desconcertarnos. No sabemos muy bien en qué tiempo ni en qué espacio estamos. Penetramos en la intimidad (o en la imposibilidad de conseguir intimidad) de los personajes mientras escuchamos guaranias paraguayas (Quisiera ser, Recuerdos de Ypacaraí ) y canciones francesas (Non, je ne regrette rien). Pero en esta tierra, crisol de razas, todos finalmente se aúnan alrededor de la mesa. Berta de pronto nos relata algo en francés, en italiano y en portugués. Fuma y llora. Parece recordar. Abruptamente sale del trance en que nos puso a todos, habla en castellano y pide un pedazo de carne para ella. Cuando ya parecía que no, volvimos a caer. Mariela Asencio nos lleva de la mano al lugar mágico donde ella quiere, sólo para soltarnos a último momento y provocar en nosotros una carcajada llena de nostalgia.
Publicado en: Críticas

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