Viernes, 23 de Noviembre de 2018
Viernes, 24 de Junio de 2005

El cuento del violín

Es una sala extraña en un lugar extraño. Subimos por una escalera tan angosta que sólo cabe una persona, y desembocamos en un living con piso de parquet y todo. Tiene incluso olor a living, ese olor tan particular a cera recién pasada. Hasta posee un piano, tradicional símbolo de la burguesía decimonónica. Completa el ambiente un pianista que acompaña nuestra llegada con melodías de compositores clásicos románticos. Inmediatamente entramos en otro mundo, otra dimensión. Es una paradoja, pero la obra empieza antes de empezar. Ubicados en ambos laterales del escenario, veremos pasar como en un desfile la totalidad de la puesta. El pianista, ahora relator, nos introduce en la historia. En una familia acomodada venida a menos, se encuentra un violín Stradivarius, herencia de la tía Virgina, quien preside la obra desde un gran retrato ubicado arriba del piano. El violín es el que creará tensiones entre aquellos que quieren mantener el gran símbolo del antiguo status en la familia, quienes quieren venderlo y quien, como Paula, sólo desea poder tocarlo. Este instrumento, custodiado por Bruna dentro de una caja de cristal, será el deseo que todos deberán sublimar. Sobre todo Paula a quien su familia tratará de compensarla, infructuosamente, primero con una guitarra y luego con el piano. La cadena de deseos frustrados nunca se acaba para ninguno de los personajes, y esto los convierte en seres infelices incapaces de disfrutar lo que sí poseen. Miguel, aquel músico devenido relator, será el que nos guíe por un cuento que nunca se cierra del todo, un relato circular que vuelve siempre al principio. La dramaturgia y puesta en escena demuestra un trabajo impecable por parte de Gastón Cerana. El ambiente costumbrista refleja amorosamente el interior de Buenos Aires (Pehuajó en este caso), transformando a esos personajes en seres reconocibles de nuestra propia familia. ¿Quién no tiene una tía o una abuela que insiste en poner centros de mesa con carpetas de hilo bordadas a mano? ¿Quién no conoce a una tía soltera con uñas largas y ropa haciendo juego con el esmalte? Pero si son típicos los personajes, las actuaciones distan mucho de ser estereotipadas. Alicia Muxo, Vivian El Jaber, Fernando Armani y Maida Andrenacci convierten a Eduarda, Bruna, Domingo y Paula en seres particulares y únicos. Las mujeres son de fuerte carácter pero, a pesar del nombre, no son las de Lorca. Ellas tienen un “toque” particular ligado a un humor grotesco que las hace inigualables. José Ignacio Tambutti, Miguel, destaca como músico. Terminan de completar el cuadro el excelente trabajo de Verónica Lavenia en vestuario, y el de Emiliana Demedio en las caracterizaciones. Esta es una de esas obras que uno recuerda en las reuniones y charlas con amigos mucho después de haberlas visto; si no es por la historia, será entonces por las actuaciones (sobre todo de Muxo y El Jaber) que le dan a la pieza el ritmo que necesita, un hallazgo vale la pena ver en sí mismo. Pareciera que no estamos en el teatro sino que fuimos a visitar por un instante a nuestros parientes de Pehuajó. Pero con la distancia que permite reconocer en nosotros no sólo el constante deseo frustrado, sino también la actitud colectiva de seguir sosteniendo una imagen social que se cae a pedazos y de la que sólo queda un violín Stradivarius que, por si fuera poco, es falso.
Publicado en: Críticas

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