Viernes, 09 de Enero de 2015
Jueves, 23 de Junio de 2005

El acompañamiento

Penumbras. Un tango que se apaga. El cantante que entona y vocaliza al mismo tiempo mientras las luces se encienden y nos muestran una habitación muy pobre en la que destaca la foto de Gardel. Así empieza “El acompañamiento”, obra del Gorostiza de los ’80, que representa un desafío no tanto por su complejidad de lenguaje y puesta, sino porque en este momento hay más de cinco versiones de la pieza en la cartelera de Buenos Aires. ¿Qué produce este interés, esta recurrencia? Ya no estamos, por suerte, perseguidos por una dictadura política que coarta nuestros sueños; pero la dictadura económica en la que nos acostumbramos a vivir nos fustiga casi de la misma manera. Y es así como los deseos y las frustraciones siguen luchando en nuestro interior casi de la mismo modo que hace veinte años. Julio Pallero e Hilario Quinteros decidieron poner sobre sus hombros casi la totalidad de la obra, aceptando el desafío de una puesta en escena versión 2005. Sobre un escenario despojado, dos o tres detalles nos remiten a una habitación en el altillo o en el sótano: el colchón en el piso, cajones de soda que hacen las veces de silla, el espejo en una esquina. Carlos Gardel preside la función desde un retrato que lo muestra sonriente, transformándose en la tercera presencia en el escenario. Todo se completa con las caracterizaciones de Sebastián y Tuco, brillantes tanto desde el maquillaje como desde el vestuario. Con actuaciones por momentos demasiado amaquietadas, los personajes transitan por sus recuerdos y aspiraciones de juventud. Tuco en su intento por recuperar el tiempo perdido, Sebastián asumiendo poco a poco que tal vez la misión que le han encomendado no sea lo mejor para él y para su amigo. Un cambio de luces nos lleva a un flashback de juventud, cuando ambos trabajaban en la fábrica y salían a la vida los fines de semana. “¿Te parece que los sueños sólo pueden realizarse los sábados a la noche?”, pregunta Tuco, y la vuelta a la realidad cae como un balde de agua fría sobre Sebastián y sobre nosotros. Pero también hay momentos sutiles de gran comicidad, como la discusión por el seudónimo del cantor: Carlos Bolívar (Carlos por Gardel, Bolívar por San Martín). Es evidente que el texto se sostiene por sí mismo. Puede ser previsible, pero sigue siendo efectivo. Los aspectos técnicos de la puesta están muy bien resueltos, sobre todo desde el vestuario y la escenografía. Pero las actuaciones carecen de la mirada externa del director que podría, por ejemplo homogeneizar el tono compadrito que por momentos desaparece y luego vuelve a aparecer. No es fácil dirigirse a uno mismo. Sin embargo, a pesar de estos contratiempos, la puesta sigue siendo sólida. Será porque nuestras utopías siguen vivas; será porque nos es fácil aplastar los deseos. De una forma u otra la obra logra que nos volvamos a preguntar si, después de todo, los sueños sólo pueden realizarse los sábados a la noche.
Publicado en: Críticas

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