sábado, 18 de noviembre de 2023
Viernes, 31 de mayo de 2013

Llegó la música

Llegó la música es una de esas obras exacerbadas. La hipérbole es su proceso de figuración. En la actuación, en la cantidad de actores por metro cuadrado, en la catarata verbal que superpone unas voces con otras y que inhibe la percepción de lo que se dice, subrayando lo sonoro. 

¿Y desde dónde llega la música?, ¿y hacia dónde va? Dos interrogantes que sin duda no se podrán responder a partir de esta propuesta de Alberto Ajaka, pero que quedarán inscriptos  de manera indeleble entre quienes hayan sido testigos de la puesta.

Cuando se reflexiona sobre lo que se tematiza, la lista se hace extensa, casi interminable. Es increíble la cantidad de planteos que se ponen sobre el tapete, desde el lugar del artista, la música culta y la otra, las posiciones gremiales, la pregunta con respecto al éxito en el arte, los campos culturales o intelectuales, el lugar de lo “oficial” en la cultura, la corrupción, la xenofobia, la discusión política, etc., pero es uno de esos etcéteras  que realmente, clausuran sin clausurar (como diría Philippe Hamon) la enumeración.  

Todos los planteos del orden del contenido (variados, variables, sorpresivos, de asociación libre, lógicos, absurdos) ya serían un motivo valedero para disfrutar de la propuesta. Sin embargo, ellos son apenas una parte de la totalidad. Porque la totalidad existe. Hay un conflicto, (además de múltiples microrrelatos, cada uno propio de un personaje, porque también hay personajes muy bien delineados, en términos de dramaturgia y de actuación) un conflicto que sostiene la propuesta dentro del orden de un relato. Pero también hay otras decisiones, como la espacial: la sala Escalada (sobre la que se inscriben y acumulan fragmentos de otras puestas) juega con la oscilación entre “el lujo de antaño” (construido con pocos signos, de manera económica pero absolutamente evidente) y la “decadencia”, lo provisorio, el arreglo siempre postergado (con el andamio como muestra eficaz). El lugar (el modo, además, de ubicar a los espectadores) es tan significante como lo que se cuenta por otras vías. Si la puesta en escena es una puesta en espacio, se comprende que todas las capas de historia de la sala (del antes de serlo, también) orientan la lectura de manera unívoca. No podría pensarse un espacio sin historia, sin remiendos, sin una concepción de la cultura para el circuito oficial.

La propuesta es tan rica, tiene tantos elementos en los que detenerse, que focalizar alguno es cometer una injusticia con los demás. Pero el espacio es limitado y la memoria de la espectadora que soy, elige algún tópico en desmedro de otros.

Sabiendo todo lo que queda fuera de estas líneas, elijo dar cuenta del juego con la música, en sentido estricto, que en este caso podría funcionar como un lugar desde donde leer. Son músicos “municipales” y académicos, se presuponen “elegidos”. Cuando llega el momento de ensayar, la música desaparece. Pero en su lugar se inscriben los gestos que le dan origen. No hay instrumentos pero sí atriles y partituras. La música en términos potenciales. Están los ademanes del director y la coreografía, rigurosa, de los instrumentos que no se tocan.

Esta decisión sería altamente significativa. Pero además se multiplica, porque no es que la música esté ausente: hay otra música, otras músicas, la música ajena, la que inscribe la otredad, la que está cruzada por el estilo que no les pertenece. Se denuesta la música popular, pero se la conoce y se subraya ese conocimiento. Además cantan y nuevamente, no es la música académica la que se pone en juego (es mejor no mencionar el qué, porque además, articulan sorpresa tras sorpresa).

Éste es el rasgo predominante: la oscilación entre la lítote y la hipérbole. Porque, al fin y al cabo, para que la música tenga lugar (al igual que la palabra) tiene que estar inscripta entre silencios.

Publicado en: Críticas

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