Sábado, 03 de Enero de 2015
Martes, 07 de Junio de 2011

A puertas cerradas

“Se escribe para el otro y el don que se le ofrece es ese punto ciego autobiográfico, ese yo que habla y que está siempre en suspenso (…)” Jorge Panesi. Críticas.

Carmen no plantea una autobiografía, es cierto, pero su diario inscribe de todos modos un yo en suspenso. Suspendido, entre paréntesis, además, está el lenguaje.  
El espacio que vemos también parece estar suspendido: un pedacito de casa, enmarcado en la ausencia de todo lo demás.  Puerta de entrada que limita con otras puertas, de vecinas inquietas por la vida de Carmen, a las que nunca conoceremos. Ventana que se ilumina y otra puerta que da al interior. Otra división nos indica una cocina más allá.
Sabemos bien cuál es el límite, porque está firmemente delineado en el piso y en la oscuridad que rodea el espacio iluminado.
El recorte está puesto en evidencia, señalado con absoluta claridad. Es el mismo recorte que Carmen propone en su diario: escribir, nunca será escribir todo, sino una parte. Aun cuando no salga, cuando abandone la calle que le propone múltiples temas de escritura: el cuidador de la plaza, el puesto de diarios, Juan mismo, el gato ¿perdido? o el viejo accidentado.
El diario de Carmen construye de manera opaca, espacio, decisiones lumínicas, lenguaje, gestos o actitudes (sacarse los zapatos, tomar el tubo de un teléfono sin cable).  Todo señala su opacidad, nada aparece como transparente. Ya desde el principio, donde ambos dicen a coro lo que no podría decirse a coro, o juegan a completar la palabra del otro (verbo y algún tipo de complemento) como si la lengua fuera previsible o el decir del otro lo fuera, o todo ya estuviera escrito y simplemente fuera recordado, haciendo o no un esfuerzo de memoria.
Ella es así, un poco extraña en su vestir, en el modo de golpearse, “tipi, tipi”, para sacarse algo de la cabeza; diario íntimo en el bolsillo, para leerse, para leerle a él, para inventar lo que no está escrito.
Sabemos poco. Trabaja (¿o trabajaba en abril?) en una empresa que no le gusta y a la que no quiere llegar, duda en tomar tren o colectivo, piensa que las puertas abiertas hacen que las cosas se pierdan.  Sabe acariciar al hombre que ¿está con ella? y hacer papas hervidas.
Su palabra está rota, escindida,  ha olvidado toda garantía de referencia. Porque el acontecimiento se le escapa por las hendijas, como el gato.
Suponemos que es cierto el incidente con el viejo accidentado, porque “ser cierto” aquí, es reiterar la misma suma de datos, insistir. Del gato, en cambio, no sabemos si existe, si existió, si fue bajado de un árbol, si se ha perdido de tanto hablar con otros gatos.
El texto de Luis Cano es un entramado complejo y poético; voces que resuenan con un ritmo particular, retazos de poesía cotidiana y de la otra, al que suma, además, una dirección deliciosa y precisa.    
En relación con el espacio, podríamos decir que es el lugar obligado que habitan esos colores, ese sofá presidiendo la escena. Y que esa ropa los define.
Para cerrar, un renglón aparte para lo que hacen los actores. El trabajo que llevan a cabo es fantástico. En el caso de Gaby Ferrero, en particular, podría decirse, utilizando una figura, que es definitivamente una clase de actuación.

Publicado en: Críticas

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