Miércoles, 31 de Diciembre de 2014
Sábado, 04 de Octubre de 2008

Perseguir mariposas

Por Mónica Berman | Espectáculo Stéfano

"El hombre histórico no quiere confesar la historicidad ni mucho menos confesarse el abismo que socava su propia historicidad", Jacques Derrida.
¿Y la ficción, quiere o puede confesarla? ¿Está en condiciones de hacerlo?
El texto de Armando Discépolo tiene una inscripción precisa en el pasado, focalizada, incluso, a partir de ese lenguaje que hoy impone una barrera.
Sin embargo, el Stéfano de Guillermo Cacace plantea una vinculación extraña, al menos, con la historicidad.
Entrar en ese universo implica atravesar la escenografía, esquivar los cascotes, eludir a Radamés, evitar el colchón acurrucado en un rincón. Todo está tan cerca, que se respira el polvo de la pobreza y de la decadencia. Si existe la distancia (si es que existe) temporal, la espacial se reduce a su mínima expresión.
Los cuerpos vestidos, peinados, desplazándose, parecen despegarse del tiempo: antes que vestuario de época, se ven botines grandes en viejos pies de mujer, un vestido gris y arrugado, sobre una figura pálida y esmirriada, un delantal que esconde todo vestigio de ropa femenina por detrás.
Debajo del mantel, se ocultan los escombros. Roturas, fragmentos, pedazos imposibles de pegar inscriben a la familia en el espacio, arrumbada, asfixiada.
De un lado, el aparador, con una virgen arrinconada por las velas y la foto de un difunto.
Del otro, los enseres musicales de Stéfano, que oscilan entre el orden y la luz, que focaliza el trabajo obsesivo y el instrumento apoyado en una silla volcada como una metáfora de la caída.
La dramaturgia también se inscribe en la iluminación. Lejos de ocupar un lugar eminentemente funcional, el aparador en su conjunto se convierte en fuente de luz.
Con todo este trabajo detallado, cuidado al extremo, poetizado en su máxima expresión, no se dice todavía casi nada de esta puesta formidable en Apacheta.
En primer lugar, casi no se juega con la sorpresa. ¿Cuántos serán los espectadores que desconozcan la obra de Discépolo? Entonces, el énfasis está en el modo de volver a contarlo.
No sólo puestas, sino tantas lecturas que se acumulan sobre este texto de años. ¿Cómo exorcizar el paso del tiempo, olvidarnos de las capas de lecturas previas, de actuaciones anteriores, de otros cuerpos, de otras voces?
Y la propuesta surge con la pasión de una primera vez, como si se revelara un secreto, como si se produjera la llegada luego de una larga espera.
Decir que hay energía en ese lugar, en esas palabras, en esos gestos, es decir muy poco.
Mencionar el modo en el que se juegan las escenas y se construyen los contrastes para que el final sea una caída desde la máxima altura posible, también es muy poco.
La verdad es que hacer un grotesco hoy no es nada fácil. El abismo está ahí, a escasos centímetros. Todos, sin excepción, caminan por una cornisa en cuyo fondo está un texto que puede aparecer como parte de otra historia, de una historia que ya no está vigente. Ninguno se deja caer. Y uno los observa salir airosos, cruzar la soga-línea del tiempo como magníficos equilibristas. Al final, como en toda prueba de riesgo que se cumple con éxito, estallan los merecidísimos aplausos.

Publicado en: Críticas

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