Sábado, 03 de Enero de 2015
Martes, 03 de Abril de 2007

Clowns con cuarta pared

Luces azuladas y penumbrosas, y sonido de viento en el desierto. Entran, de a uno, tres personajes sobrevestidos -se ven harapientos pero es el efecto de sumar varias capas de vestuario algo símil gastado, pero muy pensado-, mimando luchar contra un viento inexistente, salvo en el sonido que es sólo un loop (repetición de frase). 
La escena dura varios minutos, porque cada uno tiene su momento inicial y luego todos describen figuras en el espacio, de desencuentros frustrados por el viento, caídas y deslizadas muy atropelladas, torpes... Se cansan en serio, pero no denotan cansancio, sino que ello se advierte en la calidad del movimiento, ya más torpe que antes, ya más atolondrado. Claro, tienen narices rojas puestas: el público debería entender que esa escena es para reír... Sin embargo, quedamos perplejos: ni ellos nos hicieron cómplices de un gag pensado para que entendamos que estábamos frente a una parodia de una escena típica del cine de catástrofe, ni este gag resultó por sí solo, debido a su obviedad y reiteración monocromática.  Problemas como éstos, en que el código clownesco se topa con una aparente cuarta pared que imponen sus intérpretes, se suceden sin cesar.
El clown, ese actor cómico que se muestra en toda su humanidad, pero que busca romper la dramaticidad, encuentra su éxito parafraseando el lugar común o denunciando sus fallas. Con simpleza y rigor, extrae del error su material, pero lo principal: la complicidad con el público es su energía. Es un contestatario, pero transforma la agresividad en ironía. Son éstas las características que han marcado el clown durante décadas. Mucho recorrido lleva el género en nuestro país, y seguramente dos grandes hitos: por un lado, el de Pepino 88 (José Podestá), que dio origen al teatro argentino y a tantos cómicos memorables; por el otro, y mucho más adelante, el de los clowns formados por Raquel Sokolowicz y Cristina Moreira. De ésta última maestra, seguramente todos recordamos al mítico grupo Clú del Claun. Hoy en día, el clown es un género que continúa en auge, con grandes grupos de maestros y alumnos que siguen diferentes líneas.
Hay momentos en la obra de Violeta Naón que son absolutamente mágicos, como el del rato largo de quietud de los personajes sentados de espaldas al público, en el que éstos lloran de distintas maneras y la escena se hace muy graciosa, ya no por contar una historia (que hasta ahora fue una deplorable anécdota de un trío amoroso), sino por jugar con la voz, simplemente. Luego nos dejan en silencio absoluto por varios minutos. Esto sucede luego de un griterío histérico de ella, sin rumbo por el espacio, mientras los dos clowns varones se pelean porque ella les pertenezca, cosa que reiteran algunas veces más, hasta hacer evidenciar que la deseosa es ella, sin más duda.
Pensamos que Naón quiso utilizar el código del clown para llevar a cabo una obra dramática, en la que la relación triangular y el despojo de lo mundano fueran la temática. Pero el clown es un tipo simple de lenguaje directo, que siente la necesidad de la comunicación con el público, que se nutre de esa comunicación; es muy pretencioso el objetivo de la directora y además contraproducente. ¿Por qué no utilizar para el caso, la palabra, sin embargo sí el grito y el grammelot (lenguaje inventado)? ¿Por qué aparecen cuerpos tan poco trabajados en su expresión, si está puesta en ellos toda la atención? ¿Por qué no importa lo que está sucediendo en la platea?
Al final aparecen los instrumentos musicales, una escena melancólica y decadente para cerrar, de una gran y triste belleza. Pero con narices rojas.

Bibliografía recomendada: Grandoni Jorge, Clowns. Saltando los charcos de la tristeza, Libros del Rojas, Buenos Aires, 2006.

Publicado en: Críticas

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