Sábado, 03 de Enero de 2015
Jueves, 29 de Marzo de 2007

Un obstáculo en la isla

Por Sonia Jaroslavsky | Espectáculo La Maña

En las soledades de una isla desierta, un hombre vocifera compungido: “¡No tengo maña! ¡No. No tengo maña!”. La maña es el último unipersonal de Damián Dreizik, dirigido por Vanesa Weinberg, que se repone a sala llena (y eso no es poco) en el C.C.C.

Un hombre criado en la ciudad se debate apasionadamente entre dejarse llevar por su gran vocación y obsesión, ser marinero, o continuar en su monoambiente con kitchinet. Dando rienda suelta a sus más anhelados sueños, se sube a un Buquebús, pero termina encallado en una isla.

Así lo encontramos, solito, intentando el dale que te frota y frota dos ramitas para prender un fuego. Bien enojado, decepcionado e irritado hasta el hartazgo, al comprobar la cantidad de cosas absurdas que ha aprendido en su vida en la city, se da cuenta de que nada, pero nada, le dará la maña que necesita para sobrevivir. Es así: no tiene maña. Ni para encender un mísero fuego, ni para guarecerse armando una choza con lo que le regala el mar, ni para proveerse de alimento sacando un mísero cornalito.

La soledad en que se encuentra el personaje le depara reflexiones filosóficas de lo más -y no tanto- absurdas acerca de las pequeñas grandes cosas de la vida. El recurso utilizado –marca registrada ya en Dreizik- es la repetición y el juego con las palabras. Las frases hechas a las que se les cambia el sentido, provocan en el espectador una carcajada limpia, además de nuevas y ocurrentes significaciones, donde no falta la irónica crítica social.

Es imposible no hacer un link a la película Náufrago. Allí Tom Hanks había encontrado como amuleto y compañera, una pelota llamada Will. Aquí, el náufrago intenta conquistar una roca, atravesando distintas etapas en las artes de seducir sus durezas de carácter.

Actor y directora ya se habían reunido en Negra matinée,  indagando en el universo de las películas de Armando Bo e Isabel Sarli. En La Maña la puesta se presenta austera en su escenografía (sólo un círculo pintado de blanco en el piso y la roca dentro) y vestuario, privilegiando, así, la figura del actor como hacedor del mundo que se quiere presentar. Las transiciones las efectúa el mismo Dreizik, apoyado por música y, especialmente, es su cuerpo plástico el que nos introduce en un nuevo corte de los diversos temas que toca en el unipersonal.

El trabajo de Dreizik en este unipersonal es impecable. Se ve a un actor que, bajo una dirección ordenadora, permite que el oficio no se transforme en vicio, como ocurre con tantos buenos actores, sino, más bien, en lucimiento actoral.

Publicado en: Críticas

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