Sábado, 10 de Enero de 2015
Miércoles, 30 de Noviembre de 2005

El Lobo

Por Karina Mauro | Espectáculo El Lobo
Hay cosas de las que no puede hablarse. Cosas a las que debemos abandonarnos, que sólo merecen ser sentidas. Cosas a las que el pensamiento no puede atrapar en sus redes. Cosas que se le escapan. El dolor es una de ellas. ¿Por dónde pasa el dolor? ¿Por el cuerpo, por la mente? ¿Qué lo aviva, qué lo desata? Imaginemos a un sujeto que intenta evitar por todos los medios caer en el sinsentido de una sensación que lo supera. Que intenta por todos los medios evitar caer en la animalidad de haber perdido el entendimiento de lo que le pasa. Que sólo puede sentir y dejarse caer. Imaginémoslo encerrado en el interior de un baño. Un espacio minúsculo en el que se materializa el dilema de este hombre, entre la animalidad y la civilización, en los polos representados por los artefactos sanitarios y el piano. Allí se desarrollará una contienda para ver quién gana. Imaginemos que la lucha se estructura en varias etapas. Al principio, el piso parece ejercer una fuerza de atracción inusitada, y nuestro hombre intenta erguirse con dificultad. Los artefactos lo retienen y son vanos sus esfuerzos por llegar al piano. Lucha, se golpea, se lastima. Imaginemos que ensaya un conjuro para evitar la caída. Ese conjuro es la limpieza. Un exceso de limpieza que en realidad no puede hacer más que ensuciar, porque el lobo está llegando. La desnudez marca su irrupción. Es el dolor en su momento máximo. Nuestro sujeto ha caído. Ya nada le impide aullar su dolor. Ha perdido las ropas, la marcha bípeda, el lenguaje. Pero como nada dura para siempre, el dolor tampoco. Imaginemos que el lobo se va y que nuestro sujeto regresa al mundo civilizado, interpretando una bella melodía al piano con singular destreza. Imaginemos que ha salido. La pregunta que queda en el aire es: ¿hubiera podido traspasar el dolor sin caer en la animalidad?. Imaginemos una respuesta. Pero no, mejor no imaginemos nada. El Lobo no es nada de eso. Es un magnífico espectáculo construido a partir de dos pilares. Por un lado, la excelente interpretación de Pablo Rotemberg, que lleva al espectador a sentirse “danzado” a través de su cuerpo. Por otro, el espacio escénico, cuya estrechez se convierte en la premisa que estructura la obra. Es lo pequeño del ámbito, sumado a la cantidad de objetos/obstáculos de la que se halla plagado, lo que convierte cualquier intento de danza en un oxímoron. El resto de los materiales escénicos no hace más que sumarse a estos elementos, para enriquecerlos. Y eso es El Lobo. Hay cosas de las que no puede hablarse. Cosas a las que el pensamiento no puede atrapar en sus redes. Cosas a las que debemos abandonarnos, que sólo merecen ser disfrutadas. El Lobo es una de ellas.
Publicado en: Críticas

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