Jueves, 01 de Enero de 2015
Sábado, 30 de Septiembre de 2000

Lo efímero, lo eterno y lo sublime

Podría afirmarse que la adaptación de Analía Couceyro vacía el espíritu romántico de la obra de Schiller; y que elabora una tesis de intriga policial, cuyo tema central es la triangularidad. De una manera audaz e inteligente, la directora trabajó con el texto sin sentido de propiedad ni de pertenencia. Fiel a la escuela de Bartís, toma a María Estuardo solo como un disparador para desarrollar los fantasmas personales y colectivos. La adaptación, en su apariencia, corre el foco de atención. Va de lo sublime hacia lo específicamente humano. La movilidad... produce una interesante psicologización de la obra de Schiller. El trabajo sobre la estructura triangular, es la fórmula que encuentra Couceyro para humanizar a los personajes históricos de la obra. Lo triangular es el elemento que posibilita contar una fábula de reinas (con tronos usurpados e intrigas cortesanas), sin que al espectador le parezca ajena, o lejana. La directora es una joven influenciada por las idea de nuestro tiempo: la caída de los grandes discursos totalizadores, el psicoanálisis (fundamentalmente lo referente al enigma de la femineidad), y la decadencia del espíritu romántico. Su desafío fue narrar una historia del romanticismo, sin adherir al concepto de lo sublime y al idealismo exaltado. El desafío es grande. Y el terreno riesgoso. Los aliados románticos de la dirección fueron el individualismo extremado, el predominio de la imaginación, y la prevalencia del sentimiento por sobre la razón. La obra, gracias a la descripción que hace de la pasión femenina, de los celos, y de la admiración por la imagen de “la otra”, despliega, con furia, un universo femenino. Revela una mirada mordaz que critica tanto a la mujer, como a la ambición. En este universo, los hombres no existen, y, si existen, solo es para servir a los intereses o anhelos de las mujeres. Esta mirada sobre María Estuardo, enfrentar a Javier Drolas (en su construcción de Leicester) a un problema de difícil solución. Drolas se pone al servicio de una puesta que deja a su personaje, prácticamente, al margen y sin volumen. Leicester es solo el nexo que permite el encuentro entre María Estuardo (Laura Mantel) y la Reina Isabel (Mirta Bogdasarian), encuentro que sirve para desplegar el universo femenino. El actor produce sus mejores momentos cuando comprende esta idea de la dirección y renuncia al lucimiento personal. Desde la puesta, claramente, los reflectores son para ellas; y por suerte brillan todos. El modo de actuación fluctúa entre un tono exacerbado, y la más notoria, y deliberada, búsqueda de matices. Los actores salen airosos gracias al profundo trabajo de investigación sobre el texto, y a la evidencialización de la dialéctica entre la verdad absoluta de los estados emocionales, y la artificialidad de la representación. A nivel plástico, el espectáculo no adquiere el vuelo creativo, y conceptual, que la adaptación requiere. Hay resoluciones obvias que atentan contra la idea central del espectáculo. La puesta, en relación al espacio, es fallida. Se produce un reiterado traslado de personajes y objetos que terminan saturando al espectador. Por otro lado, ni el vestuario, ni la escenografía, ni la iluminación poseen la búsqueda, y el riesgo, presentes en la adaptación y en las actuaciones. La movilidad de las cosas terrenas, nos revela que el hombre se encuentra con lo efímero del deseo, lo arbitrario de la gloria, y lo absurdo del intento de mantenerse firme en arenas movedizas. Este presente, confuso y cambiante, opera como una variante de lo inexplicable, de lo sublime. Es un símbolo de aquello que nos deja sin palabras, y que nos hace sentir insignificantes. En su debut como directora, Analía Couceyro nos presenta este universo cotidiano y eterno, en donde lo sublime sigue presente a pesar nuestro.
Publicado en: Críticas

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