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Un boxeador no tiene más que su oficio. Tal vez por eso no es inverosímil que Federico el Toro Sousa decida dejar Madrid para buscar en alguna ciudad borrosa de la provincia de Buenos Aires un ring que le permita seguir boxeando. Tampoco es imposible entender que Dora llegue a experimentar una fascinación casi irracional por él, una atracción que puede comprender únicamente al recordar la admiración y el desprecio que sentía por su marido, también boxeador. De él heredó el gimnasio. La cadena de razonamientos, muchas veces oblicuos, que llevaron al doctor Siqueiros a trabajar en el gimnasio de Dora es difícil de exponer. Lo cierto es que, a pesar de su amplio desconocimiento del boxeo, consiguió que Dora lo aloje en su gimnasio y le dé, a cambio de sus servicios clínicos, comida y algo de dinero. De cómo se altera la memoria, a causa de la melancolía, la mala fe o los golpes, de cómo la distancia que separa el cuadrilátero del suelo puede abrir un abismo que desdibuje el límite entre lo real y lo imaginario es, finalmente, de lo que trata esta obra.
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