Hamlet

Hamlet es la cuarta obra del gran William Shakespeare que dirijo. Primero fue Sueño de una noche de verano, una producción del Teatro San Martín de 1988, que nos permitía reconocer los beneficios de vivir en democracia, sintiendo esa libertad que recorre el texto. Luego vino Rey Lear, con el inmenso Alfredo Alcón y Joaquín Furriel, nuestro Hamlet de hoy, en 2009, que nos recordaba la caída de un mundo que ya no sería como lo habíamos conocido. Más tarde, en 2012, The Globe Theatre de Londres me invitó a dirigir Enrique IV, segunda parte, en su escenario al lado del Támesis, que nos sumergió en los conflictos humanos de las guerras. Y ahora, Hamlet, en la sala Martín Coronado, a la que vuelvo después de 20 años, luego de aquel inolvidable Galileo Galilei, con el gran Alberto Segado.
Hamlet es esa obra que todos creemos conocer. No hay persona que no tenga alguna imagen u opinión. Sin embargo, no deja de llamar la atención que esas ideas están basadas en un malentendido: un hombre, con melena rubia, vestido con un traje renacentista, con el brazo extendido y una calavera en la mano, dice: "Ser o no ser". Es decir que la cultura, a través del tiempo y sin que se sepa muy bien por qué, condensó dos momentos distintos de la obra: la famosa reflexión que Hamlet monologa a comienzos del tercer acto, y un momento del quinto acto, en la escena con los sepultureros en la que toma la calavera de Yorick.
Nuestra versión de Hamlet se propone revisitar ese texto para poder descubrir entonces la distancia que hay entre lo que se cree que sabemos de él y lo que las palabras realmente dicen. Y sobre todo, para dejarse penetrar por todo aquello que esta obra genial tiene para decirle a los tiempos actuales.

Rubén Szuchmacher

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