La farsa de los ausentes

Sobre los restos de un paisaje nacional derrumbado, fuera del tiempo y ya sin nombre, condenados a los caprichos de César, los últimos habitantes se aferran a la ilusión de Dios, sin saber que están en un teatro.

El desierto entra en la ciudad (Farsa en cuatro actos) es una obra en la que Roberto Arlt estaba trabajando cuando falleció en 1942, a los 42 años; una feliz desobediencia seguramente hizo que fuera publicada en 1952. En el primer acto, que inspira y dispara la versión que hoy se presenta, Arlt produce una ruptura sumamente moderna para su época y para la nuestra, una operación poética sobre las mismas coordenadas básicas que habitualmente un dramaturgo establece para definir quiénes son los personajes, qué están haciendo y dónde están temporal y espacialmente, pues decide (y esto marca su audaz avance hacia confines íntimos del sentido de ser del teatro) no clausurar la magnitud sagrada de estas preguntas con una versión realista que establezca, una vez más, a la obra en ese espejo histórico en el que se ha transformado el teatro, sino por el contrario: estallarlas poéticamente, acrecentarlas, darles un alcance metafísico y con ello hacer un planteo de máxima al respecto de nuestra identidad y pertenencia. ¿Quién es Cesar? ¿Quiénes los invitados? ¿Qué están haciendo? ¿Dónde están? ¿Y esa criatura?

La farsa de los ausentes es el intento de alcanzar con Arlt esa zona dorsal donde nuestra identidad de fondo, ya librada del yugo histórico, rezuma versiones teatrales de sí misma, abriendo así la sospecha que nos hace humanos: ¿no será que siempre estamos naciendo y muriendo, reencarnando una y otra vez en otras máscaras? Y en ese trance ¿no estaremos siendo abducidos por una mecánica histórica siniestra a unos quehaceres absurdos, a una farsa que nos ausenta de nuestra verdadera identidad, de nuestro sentido de ser en este mundo?”.

Pompeyo Audivert

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