Vania Pampa... esta tierra que nos soporta todavía

En la inmensidad del paisaje y el calor del verano, una visita no deseada pone en suspenso la rutina de nuestros personajes y la lógica ordinaria de sus pensamientos. Es en este sopor, en esta inacción, que una pregunta latente, se impone impiadosa: La pregunta por el sentido de la existencia. Nuestras acciones, pensamientos y sentimientos pasados, presentes o por venir, ¿justifican ante nosotros mismos y ante los demás nuestra participación -al decir de Heidegger- en el devenir de la existencia al que hemos sido arrojados? Las respuestas no parecen muy alentadoras:
"Día y noche me corroe el pensamiento de que mi vida está perdida sin remedio. El pasado no existe, se ha consumido inútilmente en nimiedades; el presente es absurdo, espantoso.", "En diez años me he vuelto otro hombre.La vida de por sí es aburrida, estúpida, sucia.No deseo nada, no necesito de nadie y no quiero a nadie.", "Esperá, dentro de cinco o seis años, también yo voy a ser vieja". "Ahora maldigo por haber malgastado el tiempo tan estúpidamente cuando podría haberlo tenido todo. Todo lo que a mi edad ya no puedo tener."
Avanzada la obra, una propuesta audaz -aunque de dudoso carácter, irrumpe echando por tierra la quietud y el desasosiego de estos seres. La violencia toma la escena. Sin embargo, ni aquello que podría convertirse en un acto heroico y memorable se consuma. Más bien se pierde en una parodia olvidable y vergonzosa. Todo sigue igual. Nada cambia. La única salvación posible consiste en retomar con urgencia la cotidianeidad interrumpida.
Sobre el final, sin embargo, Sonia entrevé una esperanza, un bálsamo para tanta angustia.
Una justificación que, como espectadores, puede resultarnos tan aliviadora como escasa y aterradora.

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