La Sabiduría del Imbécil

Una aromática brisa de plomo (cuando no una ventisca de uranio) mecía dulcemente los finos alambres oxidados durante casi todas las noches sobre la superficie. Sobre el poco espacio que dejaban la marea tóxica y los pantanos se alzaba un revoltijo de pasillos edificados para alegría y cobijo de algunos humanos, menos afortunados que presos. El tiempo, la alegría y cualquier posible encanto de todas esas personas se empleaban al servicio de tareas no del todo explicables, acaso partos minerales o bordado de logaritmos; tal vez formularios para una guerra o naves espaciales con floreros dentro. El descanso de la hormiga y el trabajo de la cigarra ocupaban a una escuálida multitud que, extrañamente, acataba la sabiduría del imbécil, perdida para siempre la balanza de lo justo.
Esta historia en particular comienza un fin de año. Tal celebración (llena de la esperanza de que los tiempos cambien como los números del almanaque) tendrá episodios no del todo al tono, porque aquéllos que tan sólo permanecían debieron reaccionar.
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