Telarañas

Una madre. Un padre. Un hijo. Parados en un terreno escaso. Limitado. Corto de adelante. Ajustado por detrás. Estrecho a los lados. En el aire ¿Qué hace que eso se sostenga pese a todo? Padre, madre e hijo cambian para que la familia perdure. O todo lo contrario. Como un caos perdurable, un equilibrio perpetuo. Una única ley: absorber cualquier catástrofe para que todo vuelva a ser como era. ¿Nos sobrevive la familia siendo la misma aunque ya no estemos? ¿La única forma de salir es la muerte? Un actor debería poder asfixiarse sólo para que un espectador deje de mirar. Ser el padre y la madre y el hijo. Debería poder operar dentro de un modelo pero sin ascetismo. Perfecto como un cobayo. Luz central. Dejarse mirar cenitalmente. Hacer foco en eso que todos somos, de lo que todos hemos sido parte, o cómplices, o actores. Ley secundaria: todos contra uno, si está vencido mejor. Una familia como una jaula. Una jaula tapada con un trapo. Aislada del suelo. Una jaula como un país (negar esto sería habilitar la semiótica, ese vicio posmoderno). Un filicidio que inevitablemente se multiplicará en genocidio. Un espejo defectuoso que devuelve otra mirada incluye el espectador en la imagen. El espectador se ve dentro de la jaula. Suma engañosa de datos que nunca servirá para armar el todo. Hay que buscar desesperadamente el choque que provoque un cambio definitivo de rumbo. Hacer caer la jaula. Probar la felicidad de verla estrellarse contra el piso. La escenografía delimita, achica, concentra la mirada. No hay donde ir. Esta ley funciona también para los ojos. Modelo puro al borde del naturalismo. Rojo de carne que elude la sangre. Rojo de frigorífico. Carnadura descubierta a tajos, expuesta a la luz fría de un foco de laboratorio. Jaula matadero. Golpe seco. La tensión justa. El ritmo exacto. La belleza de lo siniestro operando como secuaz del equilibrio. No hay pudor en la muerte. Sólo poder. No hay quien impida la masacre. En el país del que no se sale vivo, el espectador no está excluido.
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