De Velorios y Verbenas

Cada verano llegaba al fin en camioneta el anuncio de “Fabulosa kermese, juegos y gran baile”. La voz distorsionada del megáfono baldeaba la siesta trayendo la fresca promesa de lo extraordinario. Al atardecer, los niños corrían excitados como mariposas de luz hacia las atracciones luminosas. Los adolescentes se empujaban un año más; se tapaban la risa las chicas con aparato dental y alguna que otra estrenaba su primer corpiño. El panadero se revelaba también transeúnte; El diarero, bailarín. Las caras del barrio hacían cola para ver a “La mujer con dos cabezas” que no era sino una mujer con
dos espejos. Con o sin atrezo, la feria acontecía más fuera que dentro de las casetas, los auténticos fenómenos se paseaban vestidos de domingo.
Otros disfraces, otras deformidades, otros espejos. Cuando la kermese tocaba a su fin, dejaba atrás una tristeza polvorienta; banderines rotos, lamparitas
quemadas y al ras del suelo entre los platos de cartón la gente volvía a sus vidas igual de huérfanas que el globo que se escapó del nene. El algodón de azúcar cuenta bien el fraude: Descubrir una nube inmaculada y dulce, desearla con los ojos y las manos y en el mismo instante al poseerla… se te desinfle en la cara mustia y pringosa. Muchos de esos pueblos son ahora grandes ciudades, las verbenas de hoy lucen diferentes, el tren del terror renovó sus monstruos,
pero en lo que se refiere al hombre, lo único que parece haber cambiado es el refinamiento con que tapa las grietas de su soledad.

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