El amante

GUARRO teatro

¿Qué revive al amor en trance de morir, qué lo alienta? En El amante, de Harold Pinter, la infidelidad, el morbo, los celos, la humillación, las insoportables fantasías eróticas del adulterio tienen un papel en la escena rutinaria del hogar. Richard y Sarah juegan a anular la habitual represión de la infidelidad y la invitan al hogar para que se acueste en el sofá del tedio y contamine su acartonada felicidad. Se le abre la puerta de la civilizada institución del matrimonio al morbo. A los celos se les dice: habla, a la paranoia se le invita: sube a este escenario. El hogar del aburrimiento se hace proscenio del deseo. El mobiliario del tedio se vuelve escenografía del amor.

Con las persianas bajas, porque no se deja de lado el decoro puertas afuera, este amor se pone máscaras para mostrarse más desnudo puertas adentro; se inventa nombres y se personifica como un elenco de amantes que se alternan en el juego erótico de la pareja. El marido presta la alcoba nupcial para un equívoco adulterio. La malva loca abre sus labios para al amante, y parece cerrarse al esposo anfitrión. Pero en ese juego que revisa y exaspera los paradigmas y las costumbres no se excluyen los celos y recelos, sino que se visten como protagonistas subyacentes de la cotidianidad, pero en clave de teatro. Llega entonces el giro argumental que empieza como trampa, como usurpación de identidades. El amante parece asumir a ratos el estilo de un esposo; el esposo actúa a veces con la indiferencia moral de un libertino, fiel solamente a su propio placer. Richard y Sarah se pasan las fantasías el uno al otro, y con ellas los deseos, frustraciones, paranoias, manipulaciones. No es un equilibrio estático: se mueven siempre en el borde de la pérdida, porque el deseo es deseo de lo que no se tiene, de lo que se sospecha en posesión inminente de otro. Todo lo que se reprime es lo que puede reavivar, pero totalmente libre destruye, asusta, separa.

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