En parís con aguacero

París, siglo xix. Una noche con aguacero y luz de velas mortecinas. Dos hombres –sospechados como José de San Martín y Gioachino Rossini-, escenifican la profundidad del conflicto existencial. La épica y la poesía se contraponen en el texto de Enrique Papatino, que Enrique Dacal dirige en esta puesta, con actuaciones de Víctor Hugo Vieyra y Cutuli.

NOTAS PARA LA PUESTA EN ESCENA DE EN PARÍS CON AGUACERO:
Por Enrique Dacal
El exótico militar, de gesto épico y palabra enfebrecida, pasea su solitario y sellado destino por los alfombrados salones del viejo mundo. El Maestro, perseguidor de la belleza y el placer, es un obsequiado en las tertulias que aportan significado al esplendor de la época. El capricho de una tormenta nocturna sitúa en íntimo contexto a los recíprocos desconocidos. El General espeta su pasión al consagrado Maestro, descarga el brillo de su pasada gloria y el dolor de su actual miseria, ladra su fiebre de libertad nunca aplacada. El Maestro, aunque ya con sus sueños de grandeza amortizados, toca el desapacible límite de su propio genio. El personaje revelado queda sin aprehender. El cronista siente vértigo por las alturas propuestas. Y el encuentro no deja huellas…
La fantasía transcurre en París, promediando el Siglo XIX. Es de noche, con aguacero y luz de velas mortecinas. Es un segmento de recta que podría ocurrir en cualquier lugar, actual o del pasado, en el que un rincón para el desvelo se torne excepcional a causa del encuentro entre hombres portadores de sueños inmarcesibles. Sospechados como José de San Martín y Gioachino Rossini, dos interlocutores de aquilatado valor escenifican la profundidad del conflicto existencial.

DÍCESE DEL BRONCE
Por Enrique Papatino
El juego perpetuo de la nostalgia nos devuelve al patio de la escuela donde los bustos de grandes figuras observan circunspectas nuestros recreos. Nosotros tan solo corremos y ensuciamos el guardapolvo, más preocupados por la reacción de nuestra madre que por la mirada grave de los próceres.
En las aulas, los manuales auxilian nuestra ingenuidad, y pretenden pasados y devenires gloriosos. Y aunque siempre será difícil llegar a la verdad, la historia que nos enseñan y aquella que con el tiempo descubriremos, difieren penosamente.
Pero somos chicos. No nos dejamos amedrentar por el futuro. El mundo es una vuelta a la manzana. Nadie ha muerto todavía. El pasado es tan ilusorio como el porvenir. Y si no ahí tenés. Miralo a Don José, con su nariz aguileña y su espíritu desinteresado, buscando la libertad más acá y más allá de los Andes. Grave y austero. Marmóreo. Como un padre severo y virtuoso. Ese hombre no fuma, no bebe, no come, no caga.
Y sucede algo increíble. La historia de este hombre perfecto dura tan solo catorce años y el resto no se sabe. Y hace falta abandonar la infancia para descubrir que hemos sido víctimas de una falsación operística, que el verdadero José ha sufrido reveses aterradores, que le han negado apoyo, que sus móviles eran otros, que ha debido morir en el exilio no por la traición de su par venezolano, sino por aquella de los otros próceres que todavía reposan a su lado en los bronces de la escuela.
Y lo que estos hombres han hecho resulta irremediable. Sus múltiples intereses han destruido documentos, o los han fragmentado con habilidad, para cambiarles su sentido. Las huellas que nos hubieran acercado a la verdad ya no existen o han sido mutiladas. La Patria ha ocupado tantas bocas chapuceras que su semántica se ha perdido.
Y aunque la contradicción nos paraliza, Don José excede los dibujitos de Billiken, las estatuas, los nombres de las avenidas y de los teatros, y logra inexplicablemente que todavía nos conmueva una sospecha de grandeza.
Es una batalla íntima, silenciosa, interior, de esas que defienden utopías olvidadas.

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