Cuando vi  El gigante Amapolas (y eso que tenía en la cabeza otra versión genial de la Compañía de Funciones Patrióticas) me pareció que el trabajo que se había llevado a cabo era realmente impresionante. Y sí. La obra de Juan Bautista Alberdi es un clásico. Pero además de serlo, lleva el mote de “imposible de representar”. ¿Cómo se hace para poner en escena semejante propuesta? ¿Cómo se hacer para divertir y hacer reflexionar, para repensar nuestra historia y vincularla con el presente, para estrechar el vínculo de manera evidente y subrayada entre el arte y la política, sin por ello renunciar al disfrute, al placer, a la sonrisa o a la carcajada? 

-¿Qué te parece si te presentás? Contame un poquito de tu historia. 

-Soy de Lanús, hija de obreros. Estudio teatro desde nena. Estudié Letras en la Universidad de Buenos Aires, pero aún no tengo título. Si bien pasé por varios cursos de teatro, con profesores de renombre, encontré a mi maestro en Marcelo Bertuccio, en mis cursos de dramaturgia con él, a quien conocí a los 19 años. Gracias a él escribí obras, estrené y con él trabajé como actriz y asistente de dirección. Y luego me encontré con Rubén Szuchmacher, con quien hice primero el curso de puesta en escena. Estrené mi primera obra como directora, a instancias suyas, en el Festival del Rojas en 2002. Luego hice actuación con él, también, ya en Elkafka. Si bien son muy distintos, hay algo de su modo de pensar el teatro y el trabajo con lo que me siento en sintonía. Los admiro mucho, les agradezco todo.

-En pocas palabras armaste la genealogía personal y artística. ¿Cómo llegás a El Gigante Amapolas?

-Había cursado el taller de puesta en escena de Szuchmacher y Graciela Schuster en 2000. Volví a hacerlo en 2008 y desde entonces tenía la idea de hacer esta obra. Con los vericuetos de trabajar de forma independiente se me complicó, porque tenía muchos actores. Es difícil organizar ensayos de 12 personas que no cobran un peso y tienen todas horarios diferentes. Entonces me aboqué a otras obras, de menos “gente”, digamos (así surgió, la obra Ir y venir, que estrené el año pasado también en el Elkafka, en el marco del espectáculo Fotos, música y satén).
El Gigante Amapolas formaba parte de mi archivo de obras para hacer (¿No lo tienen todos los directores?). Me interesa el teatro argentino, en la medida en que me atrae profundamente la literatura argentina. Y siempre me llamó la atención el siglo XIX en nuestras letras, ese momento en el que literatura y política están tan imbricadas y parecen indisociables. Por supuesto que arte y política son categorías ligadas, pero esa escritura, a la vez poética y salvaje, subordinada con urgencia a los acontecimientos políticos, me resulta muy intensa. Y en El gigante Amapolas eso se verifica. Es una obra escrita en el exilio, apenas producida esa diáspora de la Generación del ’37, que alumbra esta obra en Montevideo y el Facundo, de Domingo Faustino Sarmiento, pocos años después, en Chile. Entonces, esa potencia de tantas cosas para decir generó una obra teatral bastante desprolija en cuanto a su estructura, asistemática en su estilo, con muchos elementos de distintas estéticas, que la hacen difícil de abordar. Pero ése fue el trabajo: seguirle la corriente a cierta “desprolijidad” en la puesta y respetar hasta las comas su lenguaje complejo, lírico. Estamos hablando de una obra cuyo argumento es la lucha facciosa y velada entre unitarios y federales, sarcásticamente expuesta.

-¿Cuál es el desafío de trabajar con una obra de tantos años y con una lectura tan específica en su época?

-Alberdi dice que la escribió “con lo que me dio la historia y con lo que me dio la gana” (eso me encanta, es como un eslogan).

-Es verdaderamente genial?

-Entonces es un desafío desde lo temático tanto como desde lo formal. Sobre todo si pensamos que no fue escrita para ser estrenada. Era imposible estrenar eso en su época, con Juan Manuel de Rosas en el poder y aun después de la batalla de Caseros, porque digámoslo: la obra no deja títere con cabeza a la hora de la crítica de la realidad y la idiosincrasia del poder en la patria. El desafío fue lograr articular esos textos y que fueran escuchados con la mayor claridad posible, en nuestros días, sin adaptarlo, ni modificarlo. Es complicado articular un lenguaje tan antiguo con los cuerpos contemporáneos, ¿no? Pero la obra plantea una tesis tan clara, que yo sabía que, si la comunicábamos bien, iba a tener las resonancias que tiene al día de hoy. Entre otras cosas que se pueden oír: la lucha vacua por el poder sin un cuestionamiento digno de para qué sirve el poder y de qué modo todos estamos involucrados en las decisiones de los que detentan el poder o de los que lo disputan.

-¿Cómo  fue el proceso de ensayos?

-Largo. Todos los chicos dirían lo mismo porque hubo, con interrupciones y todo, dos años de trabajo. Imposible proceso sin amor por el laburo, porque nadie cobró y a nadie se le aseguró éxito. Fueron ensayos muy disfrutables, en los que íbamos incorporando la letra de a poco, analizando las situaciones, y encontrando entre todos, el mejor “mecanismo” de actuación. No digo estilo, porque en eso íbamos detrás de las premisas del texto: la farsa, la ironía, la comicidad, la denuncia. Hacia el fin de la primera etapa del trabajo estaba logrado muy bien todo lo relativo a la actuación y ahí pensé, guiada por Rubén: “Ya está. Se escucha, se entiende: ahora hay que dirigirla”. Y ahí apareció la idea de la teatralidad en la puesta (el espacio, con esa especie de retablillo). Fue un salto al vacío, me arrojé a los leones, les dije: “van a actuar lo mismo, pero en este espacio y éste es el gigante, etc.”. Ellos no opusieron resistencia y todo fluyó muy bien. Tanto que, cuando finalmente la mostramos al público amigo, fue un placer inmenso desde el escenario. Y en la platea, la gente que la vio en esos ensayos abiertos la disfrutó muchísimo. Como corresponde: el teatro es, en esencia, entretenimiento. Si no entretiene está mal. Si yo hago salir a la gente de su casa, llegar a Elkafka, pagar una entrada, y la someto al aburrimiento o a la incomprensión, soy una sádica. Ojo que entretenimiento no es sinónimo sólo de comedia, o de reír, se entiende. También nos entretenemos pensando, claro. No hablemos como si no hubiera existido Bertolt Brecht. En ese sentido, la mayor satisfacción que tengo es ésa: la gente que la ve se divierte.

-Hablamos del argumento y de lo “sonoro”, en tanto hay que escuchar y comprender “aquellas palabras”. ¿Cómo trabajaron la cuestión visual?

-La pensamos con María Bellora, que luego se fue a Italia. El trabajo surgió a partir de esas imágenes de pinturas sobre los soldados federales, a partir, también, de las imágenes de los unitarios, esos retratos imponentes, y de las representaciones de los campos de batalla. Eso fue interpretado visualmente por Diego Lacassagne, que trabajó en un vestuario con elementos de esas imágenes mezcladas con la idea de pachwork, que es como una estética relacionada con lo rapsódico del texto. El espacio, el sonido y la luz, trabajados por Diego y Gustavo Lucero (también músico de la obra) y Lucas Orchessi, responsable de la luz, hicieron hincapié en el artificio teatral.

-¿Algo que quieras agregar?

-Sí. Quiero decir que les debo mucho apoyo a Rubén Szuchmacher y a Graciela Schuster, mucha ayuda y confianza que propiciaron ante todas las adversidades, comunes en el trabajo del teatro independiente, en el avance y la llegada a puerto de este proyecto. Y que siento Elkafka como mi casa. Nunca ensayamos fuera del teatro. Ése fue un apoyo muy valioso.

La presentación está hecha y  El gigante Amapolas espera en Elkafka la visita de sus?
No, no vamos a decir qué es lo que espera, para salvaguar la duda de aquellos que todavía no conocen la historia.

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