Julio Molina es dramaturgo, director, actor ¿será el orden adecuado? Sin duda, no es un orden cronológico. Hace mucho pero mucho tiempo que viene trabajando de manera constante y probablemente sea un poco menos conocido que tantos otros.
Esta pequeña entrevista busca revertir, parcialmente, esa injusticia. 

Julio nos cuenta que a los 18 años empezó a actuar porque la actuación le resultaba útil para eludir la angustia. Se formó, por aquel tiempo, con Julio Chávez y unos años más tarde con Lorenzo Quinteros. En 1988 su maestro, Quinteros, devino en compañero de trabajo en el teatro Cervantes, con Saverio el cruel, de Roberto Arlt, con dirección de Roberto Villanueva. El personaje de Julio no tenía nombre, pero el elenco le puso uno. Parece que desde entonces, además, iba creciendo su necesidad de decir.
Por aquellos años vivía cerca del hoy mítico Parakultural y le pareció que trabajar allí debía ser lindo... Así que allá se fue a hablar con Omar Viola. La cuestión es que le pidieron que presentara algo y con el grupo Chofer Japonés presentó varias piezas cortas. Así que de actuar pasó, sin escalas, a actuar, escribir y dirigir a la vez.

La conversación va y viene. Pasamos de comentarios de fútbol sobre idas a la cancha y sobre el conflicto con el equipo del barrio, a la revelación de que toda su escritura terminó en hecho escénico. El trabajo con la puesta, afirma, es particular: existe el placer de saber algunas cosas e ignorar otras.
¿Qué alejar, siendo mío, para poder reconocerlo? Toda puesta de los textos propios consiste en invocar cierta lejanía.

Su formación continuó con Máximo Salas, con clases de clown y con gimnasia conciente que, sostiene, le permitió aprender mucho sobre teatro, porque le hizo entender cuestiones sobre la disponibilidad "sígnica" del cuerpo.
Luego viajó a España con un unipersonal, Hitler-Hamlet, con dramaturgia propia y dirección de Máximo Salas. Vivir en España, nos dice, le permitió reubicarse, comprender cosas de la propia Buenos Aires, como saber que la ciudad de uno es la que más teatro genera. La distancia le permitió confirmaciones: "No me hallo fuera de Buenos Aires; ésta es una ciudad para producir".
En Barcelona y en Madrid ocupó el rol de actor. Como un grupo español lo invitó a trabajar, surgió la cuestión del habla, la necesidad de neutralizar y ahí apareció la angustia. Era forzarse a abandonar la propia lengua.
La vuelta, en 1993, fue un choque, la sociedad había cambiado: tener parecía ser el objetivo principal.
Acá volvió a estudiar con David Amitín, hizo entrenamiento con Ricardo Bartís, pero fue Rubén Szuchmacher el que le hizo tomar conciencia de lo que hacía. "Hoy todavía se lo agradezco", reflexiona.
En su historia también hay una experiencia con una Beca Antorchas: cuatro directores, cuatro músicos, cuatro plásticos y cuatro dramaturgos, y la necesidad de interrelacionar los lenguajes para administrar la puesta en escena.
Llega otro momento de angustia, que finalmente resulta movilizadora porque lo lleva a estudiar dramaturgia. Aquí entra en escena Marcelo Bertuccio.
Julio Molina dice que escribe a partir de algo que "lo aborda", que necesita escribir para atrapar lo espontáneo. Escribir es fijarlo. Si no lo hace, eso desaparece.
Una de las cuestiones en las que insistía Bertuccio, recuerda, era en la búsqueda de un lugar propio, personal.
Molina nos cuenta que suele trabajar con recuerdos. A medida que habla comprendemos a qué se refiere cuando contrasta sus recuerdos con los ajenos. Sobre un mismo suceso le dicen "pero no era así" a lo que él responde "yo lo recuerdo así". Y ése es su material, en ocasiones: la construcción de sus propios recuerdos.
Escribe y estrena. El Rojas parece ser, en ese momento, su espacio predominante: Viento de monoblock, La tablita, Ovidio e Inés, Hija, al costado de la puerta del afuera gris y Madre de lobo entrerriano fueron estrenadas allí y publicadas en una edición de Los libros del Rojas.
Tuvo vínculos con diversos grupos. No pertenecer a ninguno en particular le dio la riqueza para entrar y salir.
Nos cuenta sobre un proyecto que apareció como work in progress y que va a retomar: Curupayty. "El mapa no es un territorio. Atiendo al modo de nominar a los personajes y ya tengo un recorrido: Mujer anciana, Soldado de Curupayty, Sombra soldado de Curupayty, Soldado adherido a tronco de árbol, Sombra de soldado adherido a tronco de árbol, Mujer con llamas en los ojos y algo en la garganta, Sombra de mujer con llamas en los ojos y algo en la garganta, Soldado con algo de humo aún, Sombra de soldado con algo de humo aún, Primera mujer con vientre luego de la guerra, Sombra de primera mujer con vientre luego de la guerra". Nos habla de una guerra y de dar la palabra al pueblo paraguayo, de una propuesta con fuerte orientación ideológica. Y yo, que lo escucho mientras cuenta su proyecto, pienso que hay en él, también, una fortísima orientación poética. Con los nombres alcanza para advertirlo.
Julio Molina tiene una obra en cartel en el momento de esta entrevista: La imagen fue un fusil llorando.
Tuvo su estreno en La Carbonera y hoy se presenta en el Teatro del Pueblo. Molina nos cuenta que la obra varió bastante: en el primer espacio lo visual era de mayor predominancia, en el actual se hace más factible escuchar.
Nos revela la prehistoria: su Arlt (el protagonista de la historia) iba a ser Román Lamas, pero este trabajo se le superponía con otros proyectos, entonces apareció alguien muy particular, Gabriel Fernández. Particular porque ya había interpretado el personaje en una ocasión anterior.
La imagen fue un fusil llorando, nace de un collage: la experiencia de la anarquía, haber vivido en España, los rastros en Barcelona de los fusilamientos públicos, Propotkin, la idea de la afectación física, el cuerpo del que escribe, alguien que se va, arrancarse los ojos para no seguir viendo. Pero también es un collage temporal.
El riesgo, evitado, era caer en el panfleto.
La charla se está cerrando y hay cosas que Julio no quiere dejar de decir: que trabaja con un equipo: Ana Laura Urso, en la asistencia; Alejandro Le Roux, en iluminación; Manuel Sahores, Cecilia López y Guillermina Etkin en el sonido. No trabaja, ni con artista plástico ni con escenógrafo. Eso queda a su cargo.
Y vuelve sobre la obra. Nos dice que cuando era chico creía que, Enrique Muiño era Sarmiento. ¿Cómo instalar a Arlt como sujeto escénico?, ¿hasta dónde la ficción instala la realidad?, ¿hasta dónde se lo admite sin llegar a ser ingenuo?
El actor, nos aclara, aporta convivencias de otras estéticas y eso permite que uno pueda ver a Roberto Arlt. El material implica un desafío porque la puesta en escena es un hecho vívido. ¿Cómo colocar en escena a alguien que fue de verdad? Está ahí, existió.
Y sin embargo, algo de Gabriel Fernández configura al escritor y periodista.
La situación es confesional y el teatro propone una exposición, esa exposición del fenómeno Arlt, la tarea del cronista que ve fusilar.
"Creo -nos dice- que el actor logró, a través de un texto que invita a la duda de la representación, un hecho verosímil, donde el presente no queda ubicado sólo en la palabra".
Para conocer el resto, hay que ver su obra.

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