Allá lejos, en nuestro Informe I, dejamos constancia de que la escena porteña anterior a la introducción del "sistema" Stanislavski se hallaba dividida entre un teatro popular y un teatro culto. También mencionamos que ese sería tema de otro informe. Pues bien, ha llegado el momento de adentrarse en ese campo fascinante, que explica nuestra realidad teatral y actoral actual, aunque el snobismo y la mirada siempre volcada hacia Europa de amplios sectores de nuestra cultura hayan intentado (e intenten aún hoy) esconderlo en el olvido.

Las formas de actuación del Teatro Culto

Desde 1810 y durante buena parte del siglo XIX, la Argentina atravesó diversos avatares políticos, hasta constituirse como Estado Nación en 1880. Por aquellos años el teatro era una de las pocas fuentes de entretenimiento, dado que no tuvo competidores hasta varias décadas después, cuando llegaron la radio y el cine. Desde la colonia se realizaban representaciones en Buenos Aires: la ciudad contaba con edificios teatrales (el Teatro de la Ranchería, que se incendió en 1792, el Coliseo Provisional, a partir de 1804, el Teatro de la Victoria, durante el gobierno de Rosas, etc.) y con compañías. Muchas procedían del extranjero, fundamentalmente de España, por una cuestión cultural e idiomática (la influencia hispánica no se desbarató de un día para otro luego de la Revolución de Mayo). También había compañías criollas, que giraban por las dos orillas del Río de la Plata, visitando Buenos Aires y Montevideo (Uruguay había pertenecido al Virreinato del Río de la Plata y en 1828 declaró su independencia, pero el contacto también continuó siendo fluido y, de hecho, muchos actores y dramaturgos nacionales que mencionaremos a continuación, nacieron allí). Las características estéticas de aquel teatro respondían a los lineamientos provenientes de España y Francia, países de los que se importaban textos dramáticos y técnicas de actuación. Además de las obras o los temas que luego se adaptaban al gusto local, desde 1810 se representaban escenas o poemas relacionados con aspectos patrióticos, que buscaban exaltarse para afirmar la independencia.
La técnica de actuación fundamental ya en aquella época era la declamación o dicción interpretativa, la cual se basa en saber decir correctamente un texto. El actor es valorado por poseer una voz poderosa y dúctil, capaz de transmitir o generar emociones. La formación se concentra en la educación de la voz, con el fin de arribar a una hipercodificación de tonalidades, inflexiones y expresiones, que se utilizarán para la interpretación de un texto previamente analizado y cuya elocución es "diseñada". También incorpora aportes de disciplinas corporales, como la esgrima y algunas danzas, con el fin de darle soltura y elegancia al cuerpo, que se utiliza casi siempre erguido y en posición frontal. En su aplicación criolla, la dicción interpretativa intentaba borrar todo rastro de porteñidad. Los actores llegaban a copiar el acento español y la utilización del "tú" se extendió hasta bien entrado el siglo XX. La dicción interpretativa moduló la interpretación de textos dramáticos pertenecientes al clasicismo y el romanticismo europeos y continuó durante largo tiempo su hegemonía en el ámbito del teatro considerado "culto", acompañando la introducción de nuevas dramaturgias, siempre del viejo continente (como Henrik Ibsen y August Strindberg, a principios del siglo XX). Más tarde ingresaron los realistas norteamericanos, que también se representaban con la misma técnica. En 1933 se creó el Teatro Nacional de la Comedia, que debutaría tres años después y funcionaría en el Teatro Cervantes, y en 1944, el Teatro Municipal General San Martín, con los cuales se inició la era de los elencos oficiales, estables o convocados para cada proyecto, pero cuya interpretación se basaba (y habría que revisar en qué medida se basa aun hoy) en la declamación. El ámbito oficial le debe gran parte de sus características actuales a Antonio Cunill Cabanellas (1894 -1969), director y pedagogo catalán que profundizó la enseñanza de la dicción interpretativa. Cunill fue el primer director de la Comedia Nacional, que condujo hasta 1941 y fue, también, quien dirigió el Teatro San Martín entre 1953 y 1955, iniciando la construcción del edificio que conocemos hoy en día (de hecho, una de las salas lleva su nombre). En 1957 tomó la dirección y diseñó el plan de estudios de la Escuela Nacional de Arte Dramático, actual IUNA, que surgía como desprendimiento del Conservatorio de Música y Declamación.
En cuanto a los actores que se destacaron en esta línea estética, el siglo XIX tuvo renombrados exponentes. Quizá los más famosos hayan sido Trinidad Guevara (1798 -1893) y Juan Aurelio Casacuberta (1798 - 1849). Durante el siglo XX, fueron muchísimos.
Arbitrariamente, mencionaremos sólo algunos: Angelina Pagano, Lola Membrives, Luisa Vehil, Narciso Ibáñez Menta, Elsa O'Connor, Pedro López Lagar, Guillermo Battaglia (tío y sobrino), Rosa Rosen, Raúl De Lange y los más recientes, Inda Ledesma, Osvaldo Bonet, Alfredo Alcón y María Rosa Gallo. Todos están disponibles en video y Alcón y Bonet continúan haciendo teatro.
Pero volviendo atrás, hacia 1880, con la organización de todos los aspectos públicos llevada a cabo el gobierno de Julio Argentino Roca, la constitución de "lo nacional" cobra una importancia superlativa y comienzan a levantarse voces que cuestionan la falta de un teatro nacional a tantos años de la Independencia. En las publicaciones de la época pueden encontrarse llamados al surgimiento de una dramaturgia auténticamente argentina, que deje de copiar fórmulas foráneas.
La respuesta a estos requerimientos llegaría de un lugar inesperado: los actores.

Las formas de actuación popular

Otra de las formas de esparcimiento durante el siglo XIX era el circo, que giraba constantemente por los pueblos e incluía los elementos propios del género tal como se había desarrollado en Europa: acrobacias, payasos, malabaristas, destrezas ecuestres, pantomimas (representaciones mudas), etc. Uno de los payasos que importó la forma europea, fue el famoso clown inglés Frank Brown (1858 - 1943). Pero sucede que al entrar en relación con el gusto local, se fueron incorporando al circo costumbres autóctonas, como destrezas gauchescas, payadas y danzas folklóricas (como el emblemático Pericón Nacional). El espectáculo tenía lugar en la pista circular y en uno de sus bordes, donde se levantaba un tablado en el que se representaban pantomimas u obras cortas.
Como es sabido, la organización circense se estructura en familias. Una de ellas estaba conformada por un grupo de inmigrantes italianos de apellido Podestá, que se había asentado en Montevideo. Los Podestá fueron muchísimos (no sólo eran muchos hermanos, sino que cada uno tuvo hijos que se fueron incorporando al circo y luego al teatro). José "Pepe" Podestá fue quien se inició en el circo y en 1880 creó al famosísimo payaso criollo Pepino el 88, incluyendo en su número, además de las típicas habilidades payasescas, comentarios políticos de actualidad. Nace así el monólogo político, de larga tradición en la escena porteña (quien crea que el monólogo llegó a Buenos Aires con el stand up, debe internarse a leer los de Pepe Arias, José Marrone, Juan Verdaguer, Tato Bores, etc.) En 1884 el circo de los Hermanos Carlo le solicita a Eduardo Gutiérrez el permiso para realizar una pantomima tomando un famoso texto de su autoría. Un par de años antes, Gutiérrez había publicado en el diario a modo de folletín (relato fragmentado en entregas) la historia de Juan Moreira, gaucho rebelde que había vivido en la provincia de Buenos Aires y fuera ajusticiado por la policía en 1874 (se recomienda fervientemente leer, aunque sea, el primer capítulo donde Moreira es presentado, pero sobre todo ver la maravillosa versión cinematográfica de 1973, Juan Moreira, del director Leonardo Favio). José Podestá fue convocado para representar el rol protagónico. Dos años después, el circo Podestá - Scotti estrena en Chivilcoy una versión hablada cuyo éxito fue arrollador, recalando en Buenos Aires poco después. La representación incluía canciones, bailes y escenas de lucha con caballos y todo. Cuando se comía asado en la representación, se hacía asado en serio. Todo esto fascinaba a los espectadores, que veían representados aspectos de su vida cotidiana. Muchos de ellos habían conocido al verdadero Moreira. Se cuenta que en una representación, en el momento en que el personaje es asesinado, varios gauchos del público saltaron al picadero para ayudarlo. Ésta y otras anécdotas pueden leerse en un libro que José Podestá escribió años después, llamado Medio siglo de farándula.
Los Podestá se hicieron muy famosos y pasaron del circo al teatro (para ver una versión estilizada de esta historia se recomienda el film La cabalgata del circo, de Mario Soffici). En 1901 el grupo se dividió. José formó su propia compañía en el Teatro Apolo y Jerónimo, formó la suya en el Teatro Rivadavia (hoy Liceo). Pablo Podestá, el menor de los hermanos, se quedó con José y pronto se convirtió en el actor más importante de la época. Combinó el manejo del cuerpo del acróbata de circo (y por lo tanto, portador de la teatralidad propia de las formas populares que por la misma época rescataba Vsévolod Meyerhold y a las que luego apelaría Bertolt Brecht), con una gran intensidad emotiva. Es memorable su interpretación de Zoilo (un personaje de edad mucho más avanzada que la del actor) en Barranca Abajo, de Florencio Sánchez. Enfermo de sífilis, Pablo se retiró de la actuación en 1919 y murió en 1923.
El hecho es que, con lo que pasó a conocerse como "el Moreira", se constituyó el teatro nacional, dando lugar a géneros como la gauchesca y el nativismo. Las compañías comenzaron a multiplicarse y a representar obras de autores locales. Uno de ellos era el mencionado Florencio Sánchez, autor uruguayo considerado culto y precursor del teatro realista local.
Pero el grueso de las representaciones correspondía a otro género: el sainete. Sucede que por aquellos años se produjo el aluvión inmigratorio. Españoles, italianos, rusos, polacos, sirio libaneses, franceses, etc., llegaron a la Argentina (cada uno puede comprobar esta historia en su propia familia). Los inmigrantes, que llegaron a constituir casi el cincuenta por ciento de la población porteña, vivían en conventillos, casas con muchas habitaciones que se alquilaban, y uno o varios patios. Algunos habían sido residencias de familias pudientes, casas abandonadas durante la epidemia de fiebre amarilla, cuando estas familias emigraron del sur a los barrios del norte de la ciudad. Otros habían sido construidos rápidamente para tal fin. Pero todos compartían una característica: la precariedad. Los baños y la cocina (cuando había) eran compartidos y el hacinamiento alcanzaba aristas de gravedad, propagando enfermedades y tornando indigna la convivencia. En el conventillo se inventaron ingeniosas formas de comercio: la "cama caliente" (alquilada por hora para que las personas durmieran) e incluso se alquilaban las sogas de colgar la ropa para que las personas durmieran enganchadas por los brazos. La inmigración modificó enormemente las costumbres locales y generó un nuevo público que quería ver representado algo que le resultara significativo (recordemos nuevamente que el teatro era un medio de entretenimiento popular, dado que el cine aun no se hallaba muy desarrollado en nuestro país). Imagine el lector lo poco que podía decirles a estas personas una obra que se desarrollaba en el living de una casa de familia. El sainete criollo situó la acción en el patio del conventillo, por el que desfilaban todos sus habitantes, es decir, inmigrantes de distintas nacionalidades, además de los criollos de clase baja, convivencia que generaba todo tipo de historias. Las mismas eran inicialmente jocosas (Entre bueyes no hay cornadas, de José González Castillo, El debut de la piba, de Roberto Cayol, El conventillo de la Paloma, de Alberto Vacarezza, entre decenas de obras). Pero se fueron tornando cada vez más dramáticas y complejas, reflejando la dura realidad que vivía el inmigrante (Los disfrazados, de Carlos Mauricio Pacheco, Mustafá, de Armando Discépolo y Rafael De Rosa, Don Chicho, de Alberto Novión), hasta llegar a constituirse otro género: el grotesco criollo (cuyo exponente es Armando Discépolo, con obras como El organito, escrita junto con su hermano, Enrique Santos, Stéfano, Mateo). En el grotesco, la escena provoca risa y llanto simultáneamente, por lo que es dificilísimo llevarlo a escena. Otro género popular es el de la revista, inicialmente llamada "criolla", luego "porteña", pero ése será tema de otro informe.
Los actores populares trabajaban mucho. El sainete generó una industria muy redituable. Llegaron a hacerse seis o siete representaciones por día y de madrugada se ensayaba la próxima obra. Ha habido decenas de actores populares famosos: Florencio Parravicini, Orfilia Rico, Luis Sandrini, Elías Alippi, Enrique Muiño, Olinda Bozán. ¿Qué habilidades técnicas debían poseer estos actores? En el caso del sainete, debían ser capaces de improvisar letra y situaciones cómicas (lo que se conoce como "morcillear"), dado que los textos poseían muchos blancos. Esto provocaba grandes trifulcas con los dramaturgos e intelectuales que defendían la pureza del texto. Para improvisar, el actor debía poseer habilidades físicas (adquiridas en el circo) y verbales y grandes dotes para comunicarse directamente con los espectadores, a quienes miraba e interpelaba. Además debía ser capaz de imitar los diversos acentos de los inmigrantes y los criollos. Los más famosos son el cocoliche (graciosísima mezcla de italiano y porteño) y el lunfardo (forma propia del porteño tanguero). Por otra parte, todo sainete incluía un tango (en algún momento se hacía una fiesta en el patio del conventillo y alguien cantaba), así que había que saber bailarlo. En el caso del grotesco, era aún más difícil, debido a que el actor debía combinar todo lo antedicho, con elementos trágicos o dramáticos. Esto no se hacía en sucesión, lo que implicaría utilizar recursos cómicos en un momento y dramáticos en otro, sino que debía componerse un solo gesto que contuviera ambos estados. Hubo actores con mucha pericia para ello (Luis Arata, Osvaldo Terranova y en la actualidad, Luis Brandoni), pero lamentablemente, dicha habilidad se está perdiendo.
¿Cómo adquiría el actor de circo, sainete y grotesco las técnicas propias de su oficio? Ingresando a una compañía (regenteada por un actor que era la "cabeza") en el rol más bajo e insignificante (muchos se alistaban siendo adolescentes como claque, es decir, aplaudidores) y pasando por todos los puestos hasta adquirir un rol fijo dentro de los estereotipos: el principal era el capocómico o la cabeza de la compañía, pero estaban también "galán", "damita joven", "característica", "barba", etc.
Durante muchos años se denigró a estos actores porque se consideraba que tenían un afán comercial desmedido y una calidad artística inexistente. Pero las habilidades técnicas que poseían eran excelentes. De hecho, Luis Arata, uno de los actores más importantes de sainete y grotesco, fue elogiado por el mismísimo Luigi Pirandello, cuando vino a la Argentina y lo vio interpretar el rol protagónico de su obra, Enrique IV. Recordemos que el mismo fue representado por Alfredo Alcón hace pocos meses. Sucede que la cultura porteña continúa enfrascada en una lucha bizantina entre lo popular y lo culto.

El Teatro Independiente

Del horror por el afán comercial desideologizado del teatro culto y el afán comercial y chabacano (a su vista) del teatro popular, surge el Teatro Independiente. La primera formación data de 1930 y fue comandada por Leónidas Barletta. Se trata del Teatro del Pueblo. Inspirados en los ideales del homónimo, creado por el francés Roman Rolland, el grupo reunió a actores no profesionales en el afán de instruir al público mediante la introducción de dramaturgos desconocidos, tanto extranjeros como nacionales (es el caso de Roberto Arlt). Muchas veces, se organizaban debates con el público al finalizar la obra. Con el hincapié puesto en este objetivo ideológico, lo estético fue bastante descuidado. Los actores no tenían formación y la condición ascética y militante imponía férreas normas de conducta (los actores limpiaban la sala, confeccionaban los trajes, etc.), pero no promovía la adquisición de herramientas técnicas. Se recurría a la declamación, pero sin contar con el entrenamiento necesario, obteniendo los resultados actorales imaginables.
Rápidamente, comenzaron a surgir otras agrupaciones independientes, que realizaron giras, expandiendo el fenómeno a las provincias. Aunque la mayoría de estas agrupaciones prohibía severamente la actuación profesional, surgieron de allí algunos actores que lograron trascender a otros ámbitos: Héctor Alterio, la propia Alejandra Boero (de Nuevo Teatro), Onofre Lovero (de Los Independientes), etc. También sucedió lo contrario: actores famosos en el circuito profesional que dejaron todo para seguir el ideal del teatro comprometido ideológicamente, como es el caso de Ricardo Passano, director de la primera etapa de La Máscara.
Una destacable agrupación independiente fue Fray Mocho, a la que hemos mencionado en casi todos nuestros Informes. Su director Oscar Ferrigno (p.) era un excelente actor egresado del Conservatorio Nacional, quien en 1948 viajó a Francia y estudió con Jacques Copeau, Jacques Dalcroze y Leon Chancerel, entre otros. En 1950 regresó a la Argentina y se incorporó al elenco de La Máscara, donde intentó crear una escuela interna de actuación para el resto del elenco. Que la formación actoral era un aspecto desdeñado por los grupos independientes, queda demostrado en las anécdotas acerca de la imposibilidad de llevar adelante este proyecto debido a la indisciplina de sus compañeros. Ferrigno debió abandonar la agrupación y formó entonces, Fray Mocho. Además de realizar las publicaciones que mencionamos en nuestros anteriores informes, la agrupación introdujo aspectos técnicos desconocidos en la Argentina a través de cursos y seminarios. Dichas técnicas estaban muy alejadas de la declamación y aun del "sistema" Stanislavski (que aun no había arribado a nuestro país) y presentaban la novedad de revalorizar la tradición del actor popular de sainete y grotesco, algo inédito en la intelectualidad argentina por aquellos años. Lamentablemente Fray Mocho dejó de funcionar en 1961 y Ferrigno se volcó exclusivamente a la actuación profesional en cine, teatro y televisión, hasta su fallecimiento en 1986.
El espíritu no profesional cundió en el teatro independiente durante mucho tiempo. Pero en 1958 un grupo de jóvenes actores que ingresaron a La Máscara decidió realizar un giro determinante, suspendiendo las representaciones durante un año con el objetivo de formarse técnicamente. Para ello recurrió a una pedagoga de origen austríaco, con el fin de experimentar un puñado de ejercicios técnicos publicados por un señor ruso llamado Konstantin Stanislavski. Y ahí es donde esta historia se muerde la cola con nuestro Informe I.

Conclusiones

Con el correr de los años hubo una revalorización de la actuación popular. Sucedió que en 1969, un reconocido intelectual, David Viñas, prologó las obras de Armando Discépolo con un célebre ensayo, Grotesco, inmigración y fracaso, donde manifestaba que la obra del dramaturgo expresaba las dificultades del proyecto inmigratorio. De la mano de esta justificación intelectual (puesta por encima de las virtudes estéticas), la dramaturgia de Discépolo pasó de ser despreciada, a ser valorizada como la mejor de la Argentina. Detrás de él y paulatinamente, se revalorizaron sus fuentes: el sainete y el circo criollo. Recientemente les tocó el turno a la revista porteña y el carnaval. Comenzaron a aparecer representaciones de "Moreiras" por todos lados. A partir de la postictadura, fundamentalmente los chicos de colegio privado empezaron a estudiar murga, Guillermo Francella se convirtió en objeto de investigación y sofisticadas modelos aceptaron las plumas de la mano de Nito Artaza. Pero no perdamos de vista que la revalorización del teatro popular provino del mundo de las letras y sólo a partir de allí, la intelectualidad comenzó a tolerar a sus actores, que seguían haciendo carrera en televisión y cine. Y entonces sucedió que sus técnicas comenzaron a estudiarse en escuelas de teatro (en el próximo informe veremos su influencia en el universo estético de Alberto Ure y Ricardo Bartis, por ejemplo). Pero quizá ya era demasiado tarde y muchos de los procedimientos se habían perdido en medio de años de hegemonía realista. La imitación de acentos extranjeros, por ejemplo, se perdió en la medida en que los abuelos se fueron muriendo y no quedaron modelos para imitar. Pero más allá de los ejemplos extraíbles de la realidad, lo que se perdió fue la pericia técnica propia de la actuación popular, manifestada en la ductilidad y la plasticidad corporal (que se subsanó en parte por la introducción de las técnicas de la Escuela Francesa, también tema de un próximo informe) y, sobre todo, verbal (que no se recuperó de ninguna manera). Hoy es casi imposible actuar un sainete o un grotesco y las últimas puestas lo dejan bien en claro (Cremona, Babilonia, etc.).
Lamentablemente, la modernidad de fin de siglo nos revela que, más que las discusiones ideológicas, es el mercado globalizado el que ha vuelto desconocida nuestra historia para la mayoría de los jóvenes. Muchas de las actuaciones y de las técnicas que hemos mencionado se han perdido irremediablemente. Pero otras nos están esperando en el videoclub amigo. Sólo hay que ir en su búsqueda. Algunas no resisten el paso del tiempo, pero más de las que sospechamos, son imperdibles.

Bibliografía

AAVV, Osvaldo Pellettieri, dir., 2003. Historia del teatro argentino en Buenos Aires, Tomo IV, La segunda modernidad (1949- 1976), Buenos Aires: Galerna.
2002. Historia del teatro argentino en Buenos Aires, Tomo II, La emancipación cultural (1884-1930), Buenos Aires: Galerna.