Por fin un programa de danza ecléctico en el Centro Cultural Rojas, programa, en realidad, compartido con el área de proyectos especiales de música (en este caso, el responsable fue Diego Fischerman), unión que partió de una idea muy simple: centrarse en cruzar ambas disciplinas (y no en pensar temáticas forzadas como aquella del 007, título que aludía al archiconocido agente y al año que estábamos recorriendo). Así se convocó a cuatro directores (no sólo de danza, sino también de teatro) y cuatro compositores de música contemporánea (más sus dúos de intérpretes, también de cada especialidad) con experiencias lo suficientemente diferentes como para brindarle al espectador cuatro opciones interesantes, y algunas, por suerte, muy sorprendentes.

Por orden de programación, las obras son: En el Puente, de Fabiana Capriotti (danza) y Marcos Franciosi (composición musical), con la interpretación de la misma Capriotti y de Facundo Ordóñez (contrabajo, que también llega a ser un intérprete más); Uno en secreto, dirigida por Ciro Zorzoli, con música de Eduardo Checchi, interpretada por el violoncelo de Pablo García y bailada por Rakhal Herrero; luego de un intervalo, Ya son tus brazos, de y por Soledad Pérez Tranmar (en la danza) y Sergio Catalán (composición musical que interpreta en una flauta traversa descontracturada); y, finalmente, Lado Jardín, bajo la dirección de Cristian Drut y la composición musical de Tomás Gueglio, con la interpretación de Ramiro Rossenvasser en danza y Mariano Malamud en viola.

Debemos destacar que, por pauta fija, los instrumentos musicales debían ser ejecutados dentro de la escena, mas no era obligación involucrar a los ejecutantes con los bailarines. Sin embargo, sólo el último trabajo ignora la presencia del músico, quien desarrolla su arte apenas con una luz fija en el rincón derecho del escenario. En esta pieza, también se echa mano a un recurso más común en las puestas de danza (recordemos que el director es del ambiente del teatro), como es la programación de imagen luego proyectada, usándola como iluminación o dispositivo dramático (en este caso suma dramatismo a una acción que no es del todo clara, tal vez demasiado teatral para lo que el bailarín, sin usar texto y sólo con algunos elementos pantomímicos, puede narrar). En cambio en los otros trabajos, los dos intérpretes se relacionan de alguna manera. Especialmente sucede esto en la obra de Pérez Tranmar y Catalán, en la que vemos una interacción que produce narratividad sin mediar texto, pero que resulta muy convincente en la evolución de su accionar. Los dos se mueven por el espacio, se involucran física y sonoramente y logran representar una relación de pareja patética pero entrañable. Ya habíamos visto hace un par de años a la maravillosa bailarina con otro músico, Marcelo Villalba, en trabajo similar: la exigente Sin querer. Aquí parece proseguir esa investigación que respeta la especialidad de cada uno, el lenguaje que cada uno maneja con su personalidad -como en toda relación- intentando buscar el encuentro sin transar. Y se logra apenas con traspirada rigidez y breves blanduras.

Por otro lado, en la primera de las piezas de la programación, se intenta una interacción no narrativa, cuando Capriotti asecha al violonchelista por el espacio. Sin embargo, es el músico quien logra más momentos de autenticidad interpretativa con un objeto que parece estar encarnado por él. En cambio la bailarina, que casi no se detiene en ningún momento, no parece estar más preocupada que por su danza, bastante reiterativa y pretenciosamente seria, y con poco diálogo verdadero con la música.

Tal vez en el medio de la relación equitativa y la falta de escucha, está la pieza de Zorzoli, que es absolutamente justa en proporción. Allí el personaje de Herrero pareciera necesitar la música para vivir, tal es la dependencia que tiene en verdad con todos los objetos: con la luz de una pequeña lámpara sobre una mesita, con el piso y la pared, con su propio cuerpo transformado en objeto de deseo. Una dependencia libidinosa, crispada, impaciente, enloquecida. En un despliegue de histrionismo para nada común en un bailarín (excelente bailarín), Herrero apresa la atención del espectador y lo arroja al finalizar, porque la música ha terminado y su lamparita se apaga. Una pieza de un ritmo, de una condensación narrativa, de una energía, que es una recompensa para los sentidos un poco amilanados de estos días.

Es de esperar que este tipo de encuentros se siga dando en el marco de ciclos que por austeros no pecan de simples, sino que enriquecen el panorama de las artes escénicas contemporáneas de esta ciudad.