El vínculo entre arte y tecnología, en sentido estricto, no es reciente ni novedoso. Y como en toda relación, los elementos que la constituyen, si permanecen, se modifican. Es decir, los términos “arte” y “tecnología” son redefinidos de manera constante.  ¿Acaso puede sostenerse que lo que se define/ discute/ polemiza/ se acepta como arte, es lo mismo que podía considerarse como tal hace una equis cantidad de años? Con la tecnología sucede exactamente lo mismo. En la redefinición de los términos, en ese lugar necesariamente inestable por provisorio (por felizmente provisorio) se tiende a pensar que la modificación de uno de los elementos de la relación altera, de manera obligada, la misma.

Es común escuchar en ciertos ámbitos que la tecnología “hace avanzar el arte”. La afirmación, alterando el orden del los términos, “el arte hace avanzar la tecnología” no parece ser igualmente verosímil. Es necesario recordar que, como afirma Christian Metz, lo verosímil es lo opuesto de lo verdadero.
Para avanzar en la reflexión sobre una cuestión tan compleja, es preciso abandonar la mirada mecanicista y simplificadora de este vínculo. Por dar un ejemplo, un happening con televisores no surge por la simple existencia de éstos, el objeto televisor no pudo ser la única condición de generación del acontecimiento artístico.  
Que un dispositivo tenga lugar nada dice, a priori, de sus posibilidades discursivas puestas en juego de manera efectiva, ni de su relación con los usuarios.  
José Luis Fernández , titular de la cátedra de Semiótica de la carrera de Ciencias de la Comunicación de la UBA, sostiene en "La entrada mediática", en: Los lenguajes de la radio (Buenos Aires, Colección del Círculo, Atuel, 1994), que hay que “evaluar la necesidad y los límites de los dispositivos técnicos en los fenómenos discursivos (...) la resonancia social del discurso (...) debe describirse, al menos, por medio de una doble vía vinculable: por un lado, la que da cuenta del desarrollo de la tecnología que posibilita su producción y circulación social, y por el otro, la que lo sitúa en la historia y en la coyuntura transpositiva de los textos sociales (...), el dominio de un conjunto de dispositivos técnicos no basta para fundar una estética o una teoría discursiva”.
Si esto sucede en el marco de los medios, qué podrá decirse del universo del arte, en el que, además, se intentará extrañar el dispositivo, llevarlo al límite, experimentar con él.  
Ahora bien, es necesario reconocer qué es lo que el dispositivo puede generar de modo específico, pero la clave está en atender a la constitución o no de un lenguaje a partir de él. El próximo paso es realizar el pasaje de arte a teatro. Y el siguiente, trabajar con una serie tecnológica particular, las denominadas Nuevas Tecnologías de la Imagen.
Como sostiene Alain Renaud, las NTI construyen nuevas relaciones con lo visible. Por ejemplo, las imágenes digitales implican un cambio de percepción en relación con la referencia. Renaud reflexiona sobre esta cuestión cuando analiza el pasaje de la imagen analógica a la digital. Tal vez este lugar de la visibilidad sea el que permita ingresar con mayor naturalidad en el universo de El ojo del panóptico.
Sostiene Michel Foucault en Vigilar y castigar: “Basta, entonces, situar un vigilante en la torre central y encerrar en cada celda un loco, un enfermo, un condenado, un obrero o un escolar. Por el efecto de la contraluz, se pueden percibir desde la torre, recortándose perfectamente sobre la luz, las pequeñas siluetas cautivas en las celdas de la periferia. Tantos pequeños teatros como celdas, en los que cada actor está solo, perfectamente individualizado y constantemente visible”.
Las nuevas tecnologías de la imagen, acaso, ¿no serían capaces de multiplicar, de procesar, de ilustrar, este concepto foucaultiano hasta sus últimas consecuencias? Una hipótesis posible.
Por otro lado, una de las estéticas que llevan al extremo la premisa de la visibilidad es la del Teatro de la Imagen.  Las referencias evidentes y, probablemente, a modo de homenaje, se vinculan tanto con Javier Margulis como con Omar Pacheco. En esos trabajos el recorte de lo visible, la imagen impactante, la búsqueda de estetización, la línea inscripta fuertemente sobre lo ¿político? (en alguna medida todo el teatro lo es), constituyen el centro. Una indagación semejante parece ser el intento de El ojo del panóptico: insistir sobre lo visible, inscribiéndolo sobre la oscuridad. (“El ojo, dice la gente de iluminación, discrimina por diferencia”) Los apagones, entonces, se tornan repetitivos y previsibles y la construcción visual de los actores se torna desarticulada respecto de la visualidad que propone la pantalla (rica, múltiple, variada).
En octubre de 2007 se dictó en El Muererío Teatro el seminario “Multimedia, luz y espacio en escena”, dictado por Alejandro Le Roux, Cristian Drut, Fabricio Costa Alicedo y Javier Acuña, presentado por Tecno Escena.
Javier Acuña sostenía que habiendo realizado un relevamiento de la escena local en cuanto al vínculo entre arte y tecnología, había notado que existía un fuerte predominio del uso de los proyectores. El proyector es, por supuesto, fuente de iluminación y en términos generales, decía, estaba asociado sistemáticamente a una pantalla. El vínculo construido era prácticamente cinematográfico y el cine, ya se sabe, sólo maneja los tiempos del grabado.
En El ojo del panóptico la pantalla actúa casi todo el tiempo a la manera del cine en el teatro y no se integra con lo que ocurre en el espacio no virtual de la escena, en el que los cuerpos aparecen y desaparecen, por efecto de la sucesión luz-oscuridad.
En ocasión del mencionado seminario se afirmaba que para que se pudiera hablar, efectivamente, de lenguaje, debía darse una interacción de elementos de la escena con estas nuevas tecnologías. Aquí las nuevas tecnologías de la imagen y el teatro de  imagen aparecen, en general, yuxtapuestos, no integrados.   
Las NTI posibilitan la incorporación del tiempo real, pero fundamentalmente (porque un televisor transmitiendo en vivo también daría tiempo real) permiten la interacción. Tiempo simultáneo, posibilidad de múltiples espacios.
Es necesario plantear, como sostenía Javier Acuña, que cuando el actor interactúa con una imagen grabada, las probabilidades de cometer errores, defasajes, son bastante amplias.
Volviendo a El ojo del panóptico, ciertos momentos permiten comprender el planteo de Renaud y abren camino. En una escena, el actor (en vivo, hay que decirlo) está colocado debajo de una gota de agua virtual, una gota que horada su cabeza, aumentada de tamaño ¿cuántas veces? La imagen que puede ser una gota real o una gota construida (pero eso no es lo importante), aparece como real, salvo por un detalle: la multiplicación de su tamaño. Y sin embargo se percibe como tal.
Aquello que no podría ser visible (el teatro en sentido estricto no tiene primeros planos) se hace visible, lo que podría pensarse pasado (una gota grabada y proyectada en una pantalla) deviene presente interviniendo en la escena.
Esto recién empieza, el desafío para todos (hacedores, críticos, espectadores) está lanzado.