¿Usted no siente que la situación actual del teatro alternativo está mostrando algunos signos de agotamiento? Si la respuesta es afirmativa, ¿qué hacemos con ello?

Como para ir cerrando el año, vamos a inventar una historia.
Supongamos que un estado cualquiera establece, a partir de cierto momento, la política de regalar leche para los niños recién nacidos. Al cabo de algún tiempo, los niños están sanos y fuertes, gracias a la leche.
Eso es bueno.
Pero, lógicamente, los chicos crecen. Se los ha visto saludables durante cierto período, pero ya no lo están más. Es obvio: son grandes y necesitan comida. Pero el Estado les sigue dando leche.

Lo que era bueno, ahora es malo.

Esta pequeña historia podría resumir la situación actual del teatro alternativo a finales de 2007. Vamos a aclarar algunas cuestiones, para evitar los malentendidos que esta alegoría pudiera suscitar. Evidentemente el teatro no comercial y no oficial existía en Buenos Aires mucho antes de la creación del Instituto Nacional del Teatro (Ley Nacional Nro. 24800, de 1997) y de Proteatro (Ley Nro. 156 del Gobierno de la Ciudad, de 1999). Desde la fundación del Teatro del Pueblo en 1930, el circuito independiente ha sido uno de los protagonistas del fenómeno teatral porteño, promoviendo incluso la renovación escénica en todo el territorio nacional. Pensemos que gran parte de la difusión de dramaturgos europeos y norteamericanos, la introducción de las técnicas de actuación modernas, desde Konstantin Stanislavski en adelante, la experimentación escénica y la introducción de nuevos dramaturgos nacionales, han sido posibles gracias a la existencia de un circuito que no debía rendirle cuentas ni al gobierno de turno, ni a los empresarios. Este circuito ha ido variando su nombre, y los epítetos con los que se lo ha designado han cambiado (de “independiente” a “off” o “alternativo”) y muchas veces estos nombres han coexistido, definiendo porciones de sentido cercanas, pero diferentes (como sucedió con los términos “independiente” y “under” durante los ‘80).

Sin embargo, es innegable que la política de otorgamiento de subsidios llevada a cabo por sendos organismos oficiales, ha cambiado completamente el panorama del teatro alternativo, denominación por la que optaremos en este artículo, por considerar que es la que más se adecua a la realidad escénica de la década que transitamos. No cabe duda de que el teatro actual no es ni independiente, ni mucho menos under.

Lo cierto es que la posibilidad más o menos lejana, según la personalidad de la que se trate, de hacerse acreedor a una suma de dinero bastante irrisoria, pero susceptible de ser destinada exclusivamente a la creación teatral, ha dinamizado el circuito. No queremos dar la impresión inexacta de que todas las obras que hay en cartel tienen subsidio. Pero no podemos negar que la política subsidiaria marca muchas pautas. En principio, está marcando un monto mínimo y máximo que posibilitaría montar una obra y que, aunque falaz, funciona como parámetro de producción de aquellos espectáculos que deben reunir ese monto por otros medios. Hace poco asistimos a una charla en el marco del VI Festival Internacional de Buenos Aires, en la que un joven director afirmaba pertenecer a la “generación de los 3000 pesos”. Por otro lado, el sistema de subsidios es como una especie de carrusel que siempre ofrece otra chance de subir en la próxima vuelta y en el que una vez arriba, es difícil que a uno lo bajen, o por lo menos, no sin suscitar cierto escándalo.

Lo cierto es que esta política se montó sobre una tendencia muy incipiente que empezaba a desarrollarse. Se trata de la necesidad de los directores, dramaturgos y actores jóvenes, impulsada desde algunas escuelas de actuación, de salir a producir espectáculos sin esperar, ni llegar a un estadio mínimo de formación (exigencia que sí tenían los maestros de actuación más veteranos), ni la convocatoria del empresario o el gestor cultural de turno. Se trataba de espectáculos “chicos”, esto es, en salas pequeñas, con poco público, con una fuerte apuesta a la experimentación con lenguajes y técnicas y pretendiendo mantenerse en un campo propio, sin anhelar el salto a otro medio o circuito a como dé lugar. Estas propuestas mantenían algunas relaciones con el circuito independiente de antaño: todos hacen de todo, todos trabajan gratis. Pero diferían en el mencionado tamaño de las salas, en la profesionalización a la que tendían todos los participantes y en el predominio de las inquietudes estéticas por sobre las ideológicas. También diferían del under porque tendían a llevar adelante una actividad regular y buscaban la legitimación dentro del quehacer teatral, aunque se plantearan como alternativa a las formas de creación imperantes en otros circuitos. A esta realidad, en principio minoritaria, vino a sumarse la política de subsidios.

El éxito no se hizo esperar. Toda la gente que se había estado formando durante los primeros años de la democracia pudo volcar su caudal expresivo en la ejecución de proyectos artísticos concretables. Creció la cantidad y la calidad de las obras. Apareció la legitimación en los festivales internacionales, surgieron varios festivales autóctonos, creció de manera desmesurada la enseñanza de la actuación, dirección, dramaturgia y otras disciplinas relacionadas con el teatro, comenzaron a inaugurarse salas abundantemente (concentradas en mayor medida en las zonas de Abasto y Palermo), surgieron polémicas teóricas respecto de si el teatro debía responder a una premisa extrínseca o intrínseca. Eso se discutió, se investigó, se publicó y se leyó, hasta que todos se aburrieron de una pelea tan “moderna” y adoptaron la postura más posmo de hacer cada uno lo que quiere y cuidar la quintita.

Y así transcurrió la década del noventa. Pero empezó la siguiente y todo parece haber encontrado su límite. Si el decenio pasado estaba lleno de tendencias y definiciones, éste todavía no muestra rasgos característicos de ningún tipo. Sin embargo, el número de obras en cartel crece desmesuradamente, las salas no alcanzan, los críticos no llegamos a ver todo y el escaso público se reparte, gambeteando la abulia que la mayoría de las obras pareciera buscar producirle. Es que hace un rato que el coeficiente cantidad / calidad de las obras está arrojando un resultado negativo. Aclaremos nuevamente: no se trata de que la mayoría de las obras sean malas (aunque tampoco son buenas), sino de que muy pocas presentan una propuesta artística innovadora, interesante o significativa. Por supuesto que el nivel de los actores, directores, escenógrafos, vestuaristas, iluminadores y dramaturgos porteños es muy alto. Pero esto es lógico, teniendo en cuenta el nivel de preparación que un campo teatral tan desarrollado les brinda. El punto es, ¿esto será así por siempre? ¿Qué debe hacer la sociedad (tanto artistas, como público, como organismos oficiales) para que esto no se agote, para que crezca, en definitiva, para que cambie y no dé esa sensación de eterna repetición de lo mismo? ¿Cuántas generaciones más se contentarán y crearán con 3000 pesos? ¿Si eso resultó durante un tiempo, como seguimos a partir de acá?

Lo cierto es que todos se quejan. Algunos reclaman subsidios diferenciados. Otros deciden reunirse para discutir, como es el caso de la reciente convocatoria del director Juan Pablo Gómez, que congregó a más de ciento veinte personas relacionadas con la actividad teatral en el centro cultural Adán Buenosayres el mes pasado.

Pero pensemos algunas de esas cuestiones urticantes desde estas líneas. Es verdad que Buenos Aires es una de las ciudades con más teatro del mundo. Alguien podría hacer una investigación para sacarnos finalmente de la duda de si realmente no será la ciudad con más teatro del mundo, teniendo en cuenta su densidad de población. Vamos a ser descarnados y preguntémonos, ¿a quién le sirve eso?

Respuesta posible uno: a la humanidad. El teatro es un arte que eleva espiritual e intelectualmente al sujeto. Esto es muy lindo y muy cierto. Pero de ahí no vamos a sacar la solución a nuestro problema.

Respuesta posible dos: le sirve al Estado, que puede explotar interna o externamente la difusión de una imagen de bonanza cultural en sus tierras. Bueno, hay que ver si al Estado le reditúa más esto que abrir un polideportivo con Marcelo Tinelli dos días antes de una elección presidencial, o si lo que le reditúa es evitar la polvareda de quejas y manifestaciones, en caso de que decida retirar el mínimo apoyo que presta. A juzgar por el nulo aporte estatal a las obras que viajan a festivales internacionales para representar al país, la respuesta es obvia. Y todo esto, sin mencionar el inquietante cambio que se avecina en la cúpula metropolitana, que hace asustar al más pintado, cual si fuera un niño ante el lobo feroz…

Respuesta posible tres: le sirve al mercado cultural, porque genera dinero. ¿Genera dinero? Más allá de las teorías o las sospechas individuales, los mismos implicados en el circuito alternativo no se han reunido todavía para determinar si la actividad genera dinero o no. Y qué se hace con ese dinero.

La eterna duda que se plantea (no sólo en Argentina, sino en todo el mundo) es si la única opción del teatro es el subsidio. Obviamente, y como ya hemos escrito en otra nota este año, desde la invención del cine, la televisión y la masificación de los espectáculos deportivos, el público se le ha escapado de manera severa al teatro. Y éste no lo ha recuperado. Y ya nadie sabe cómo es posible recuperarlo. Como consecuencia, el teatro ha comenzado a definirse en los libros de estudios teatrales como un acontecimiento minoritario, llegando a justificar teóricamente esta afirmación a partir de la noción de “encuentro” (y sus varios sinónimos) entre los participantes, encuentro que parece que ya no puede darse en grandes grupos, como sí sucedía en sociedades que nos han precedido.

Tomando al aporte gubernamental como la opción más asequible, no debemos descuidar que en el caso porteño, gran parte de la circulación de esos recursos va a parar a manos de áreas que se han fortalecido e incluso han nacido a la vera de la proliferación de obras, resultado directo o indirecto de esta política, como por ejemplo, las agencias de prensa dedicadas al circuito (listado cada vez más copioso), los rubros técnicos e incluso las salas mismas, subsidiadas directamente u obteniendo parte de esos dineros por alquiler o seguro. Es lógico que esto suceda, porque el reparto de subsidios genera más producción. Y al aumentar la producción de obras hay más obras en cartel, ergo, más competencia. Hace falta difundir, hace falta mejorar todos los rubros de la producción, hacen falta salas donde montar las obras.

No deberíamos olvidar, sin embargo, que el teatro en Buenos Aires es hecho eminentemente por actores. Y no nos referimos a que en el teatro actúan actores, porque eso no es nada novedoso, sino a que los actores son el verdadero motor de la actividad teatral en Buenos Aires, impulsándola tanto arriba como debajo de las tablas. Sin embargo, son los últimos en cobrar. O los únicos que no cobran. Mejor dicho, nadie osaría dejar de pagar los rubros especificados anteriormente, so pena de que no vaya nadie a ver la obra (nadie nadie, porque aún con amplia difusión y excelentes críticas, poca gente va al teatro), de que alguien se electrocute o de tener que hacer la obra en la casa de la abuela (y, ¡ojo!, no es que una casa de familia no sea un buen lugar para hacer una obra, ya sabemos que eso rinde, ¡y vaya cuánto que rinde!, sino que ante la competencia cada vez mayor, elegir o conseguir una sala sin circulación propia y mal ubicada, también es sinónimo de ostracismo).

Al fin y al cabo, mucha gente que hace teatro. Y siempre habrá, porque hay ganas, hay pasión y hay talento. Pero es tiempo de pensar un poco, porque el problema más grande que genera esta creencia, es la inercia. Por un lado, los actores nunca piensan en repartir en sueldos parte del dinero de los subsidios o de la mínima producción que puede llegar a conseguir una obra no subsidiada. Todo se usa para lograr estrenar y si queda algo, a lo sumo se pagarán viáticos. Entre el eterno engaña pichanga del cuentapropismo de ser parte de la famosa “cooperativa de autogestión” y el espíritu ético (militante) monacal que el actor argentino carga en sus espaldas desde Leónidas Barletta para adelante, todo redunda en que cualquier proyecto que se encare, sea ad honorem desde el vamos.

El punto es que los subsidios están armados sobre la base de esta premisa: el actor trabaja gratis. Así, las instituciones (entre las cuales se cuentan las sindicales) avalan que con los 3000 pesos se puedan armar elencos de diecisiete personas, por ejemplo, como diciendo “Si usted quiere participar de una cooperativa tan grande, es problema suyo”. Ésa es una de las aristas negativas que tiene la independencia estética en el circuito alternativo. Concedamos que el Estado no tiene dinero. Pero, ¿qué sucede con las instituciones internacionales privadas o dependientes de otros gobiernos que organizan ciclos teatrales con los mismos montos? Estas instituciones también están dando por sentado que el actor no cobra. Claro, en este punto obtiene toda su fuerza la famosa sentencia que indica que, o se acepta esto, o hay miles de actores esperando para actuar.

O sea: el sistema está armado sobre esta premisa. Pero lo peor: nuestras cabezas están armadas de la misma manera.

Mirándolo a grosso modo, enseguida uno puede darse cuenta de que la calidad artística de las obras no se condice con los montos bajísimos de producción efectiva que tienen (esto es, cuánto se gasta en la realización de la obra y no en su exhibición y / o difusión). Hay algo que no es el dinero que hace que esto sea posible. Y sí señores: esa plusvalía viene dada por el trabajo. No cabe duda de que el teatro argentino produce y es producido por excelentes recursos humanos. Ahora bien: ¿hay alguna manera de explotar esos recursos? No me refiero a hacer dinero a su costa, sino a que, simplemente, todos estos recursos humanos puedan comer de su trabajo. ¿Hay alguna manera de que esto suceda sin la tan mentada venta de entradas a un público cada vez más esquivo?

Como por ahora la respuesta es negativa, lo que queda es salir a actuar en publicidades, trabajar de telemarketer o dar clases, mientras se actúa gratis en tres obras por fin de semana. Pero resulta que también la oferta de cursos de teatro está superpoblada. Y no hay que estudiar trigonometría para darse cuenta de que esto se va a agotar tarde o temprano. A no ser por una punta que se abre, y es la enorme cantidad de alumnos extranjeros que están recalando en los cursos de teatro locales desde la caída de la convertibilidad, lo cual está cambiando lentamente la fisonomía de la enseñanza de la actuación en Buenos Aires y tarde o temprano, modificará también la de la escena porteña. Pero de esto nadie habla, porque no hay ningún estudio serio acerca de la enseñanza de la actuación, actividad que genera más recursos monetarios y ocupa más recursos humanos de lo que muchos sospechan.

Quizá sea el momento de que el Estado comience a producir público, además de obras. Lo cual no sería más que administrar racionalmente los recursos que ya está gastando, aunque más no sea a través de una inversión ligeramente mayor en el corto y mediano plazo. Quizá sea el momento de mirar el fenómeno teatral como algo más que una serie de espectáculos que se dan por semana y de comenzar a tomar en serio las actividades que los circundan. Esto implicaría, por ejemplo, realizar un estudio sistemático acerca de la enseñanza de la actuación y otras disciplinas teatrales en la ciudad. No sabemos si esto dinamizaría este estado de inercia. Y es probable además, que esto sea una utopía frente a los cambios inciertos que se avecinan. De todos modos, con apoyo o sin apoyo oficial, es el momento de que todos los implicados se reúnan para hablar sinceramente de qué es lo que se está haciendo. Para que el conocimiento de nuestra situación nos haga más fuertes para resistir los embates y para determinar desde dentro de la actividad, qué es lo que se puede hacer con lo que hay y con lo que ya se consiguió, que no siempre es dinero y que no siempre es tan poco como creemos.