Un día feriado no es más que otro fin de semana largo. La memoria y la reflexión sólo sirven cuando son permanentes, no cuando están marcadas en el calendario. ¿Qué nos queda, entonces?

Yo nací en 1978, el año del Mundial. Cuando entré a primer grado con mi guardapolvo blanco, Raúl Alfonsín subía a la presidencia poniendo fin, oficialmente, a la dictadura militar. Mis viejos nunca fueron militantes, a pesar de que participaron en protestas mientras estaban en la universidad. Mis tíos tampoco. Mis abuelos menos. No tengo una memoria personal ni familiar de esa época nefasta, pero una tampoco vive adentro de un frasco de mayonesa. ¿Cómo sé lo que sé? ¿Cómo me acuerdo de cosas que no viví? Por la escuela, seguro que no. Responsabilidad del gobierno, responsabilidad de los docentes; lo concreto es que la historia argentina suele terminar en 1955. ¿Entonces? ¿Los medios masivos? Recuerdo algunos documentales que vi en la tele, pero recién a finales de los ’90. Ahí conocí nombres y fechas: el 24 de marzo de 1976 el general  José Rogelio Villarreal le dijo a Isabel Martínez de Perón: “Señora, las fuerzas armadas han decidido tomar el control político del país y usted queda arrestada”. Un par de referencias a sistemas represivos, incluyendo la censura; otro par al desastre financiero provocado por el aún impune José Alfredo Martínez de Hoz; el reclamo que inician en 1977 las abuelas de Plaza de Mayo..., y listo. Eso no es un recuerdo, eso es una serie de datos. Me pregunto de nuevo ¿Cómo me acuerdo de cosas que no viví?
Entonces me vienen a la memoria charlas en casa. Me acuerdo de mi papá contándome no sólo todas las cosas de las que se enteraron cuando volvió la democracia, sino también todas aquellas que ellos mismos vivieron entre 1976 y 1983: tener que cerrar puertas y ventanas para escuchar discos de Víctor Heredia, esconder libros, tener el pelo corto, llegar temprano a casa. Me acuerdo, también, de haber hablado, entonces, de los desaparecidos, de los campos de concentración, de los asesinatos.
Siendo más grande me encuentro con otra gente y entonces, por ejemplo, Omar Pacheco me cuenta cómo tuvo que escaparse junto a su familia (beba incluida) a las cuatro de la mañana, con pasaporte falso.
Estos recuerdos que tengo no son solamente míos. Son recuerdos del mundo donde vivo, que se manifiestan a través de mí.
Antes de que en el mundo naciera y se consolidara la escritura, cuando las sociedades eran orales, la memoria colectiva se transmitía de boca en boca. Luego surgieron declamadores profesionales que, en forma de poemas, relataban la historia.  Esas son, también, las primeras representaciones teatrales. Hablar de teatro y hablar de memoria, en este sentido, es hablar de lo mismo.
Las armas de protesta en la dictadura  también las dio el teatro. El 28 de julio de 1981, Jorge Rivera López inauguraba un increíble ciclo, con una proclama escrita por Carlos Somigliana: "¿Por qué hacemos Teatro Abierto? Porque queremos demostrar la existencia y vitalidad del teatro argentino tantas veces negada; porque siendo el teatro un fenómeno cultural eminentemente social y comunitario, intentamos mediante la alta calidad de los espectáculos y el bajo precio de las localidades, recuperar a un público masivo; porque sentimos que todos juntos somos más que la suma de cada uno de nosotros; porque pretendemos ejercitar en forma adulta y responsable nuestro derecho a la libertad de opinión; porque necesitamos encontrar nuevas formas de expresión que nos liberen de esquemas chatamente mercantilistas; porque anhelamos que nuestra fraternal solidaridad sea más importante que nuestras individualidades competitivas; porque amamos dolorosamente a nuestro país y éste es el único homenaje que sabemos hacerle; y porque, por encima de todas las razones, nos sentimos felices de estar juntos."
Las obras del ciclo de Teatro Abierto, que permaneció hasta 1985, circularon principalmente en forma oral en las funciones, ganando la calle con representaciones al aire libre, sobre todo en el último período. La revolución no estaba sólo en las palabras, sino principalmente en que la gente se juntara para decirlas y escucharlas.
Poner como feriado el 24 de marzo, sólo hace que podamos tener otro fin de semana largo. A 31 años de aquel funesto día, después del boom humanista de la década del ’80 y sobreviviendo al menemismo del ’90, sigue siendo el teatro el principal refugio de la memoria viva. Desechando la solemnidad, que sólo contribuye a crear estampitas, los escraches organizados por H.I.J.O.S., en la década pasada, se transformaron en la única arma contra la impunidad  La estética de esos escraches no es otra cosa que la de las performances. Teatro por la identidad nació como idea en 2000 y como acto en 2001, ante la necesidad de luchar contra el olvido del horroroso robo de bebés.
Es muy difícil intentar hacer un recuento de organizaciones, festivales y obras, que siguen luchando contra el olvido. Un pequeño ejemplo de estos primeros tres meses de 2007, solamente en Buenos Aires nos obliga a pensar en Manifiesto de niños, Variaciones Meyerhold, Agua de lluvia, Camino del cielo, Cáida Crónica, Un niño ha muerto. Pero también es inevitable que consideremos, en ese sentido, a clásicos como Esperando a Godot, La casa de Bernarda Alba o Decadencia, que también se encuentran en cartel.
El horror es universal. La memoria también. Y el recuerdo que más perdura, el que se graba en nuestros corazones, como dicen los franceses, es aquel que nos relatan. De alguna u otra manera, el teatro -resabio de la cultura oral- es también el resguardo emotivo y reflexivo de nuestro pasado. Porque una conmemoración de un día no nos sirve para nada; la memoria debe ser permanente. Esa es la única prevención que tenemos para no cometer los mismos errores.