Copenhague

El 6 de agosto de 1945, después de la rendición de Alemania, un avión de las fuerzas armadas de los Estados Unidos arrojó la primera bomba atómica sobre la ciudad japonesa de Hiroshima. Tres días después, la operación se repitió en Nagasaki. Ambas ciudades fueron devastadas. Hubo cien mil muertos y cerca de doscientos mil heridos. Japón se rindió. Fue el final de la guerra y el principio de otro orden en la conciencia de la humanidad. Para llegar a la construcción de ese diabólico artefacto, la bomba atómica, hubo un largo proceso de investigación científica en el que participaron las mentes de los físicos más brillantes de la primera mitad del siglo XX. En ese proceso se sustenta la inquietante historia que relata el dramaturgo ingés Michael Frayn en Copenhague. Más precisamente alrededor de un encuentro, rodeado de misteriosos interrogantes, que tuvieron en esa ciudad dinamarquesa dos científicos que contribuyeron de manera decisiva en la investigación de la fisión del átomo y la mecánica cuántica, descubrimientos que posibilitaron la realización de la bomba: el danés Niels Bohr (1885/1962) y el alemán Werner Heisenberg (1901/1976), ambos ganadores del Premio Nobel (Bohr en 1922, Heisenberg, diez años después). Claro que el trágico suceso de Hiroshima y Nagasaki, con el saldo de vidas perdidas y las secuelas físicas y mentales en los sobrevivientes, trajo aparejadas otras consecuencias inmediatas: la carrera armamentista mundial basada en la fabricación y acumulación de explosivos capaces de liberar la energía atómica y la nunca despejada -desde entonces hasta hoy- incertidumbre de la humanidad ante la posibilidad de una conflagración en la que se utilice indiscriminadamente ese satánico arsenal Alberto Montesanti. “No sé cómo será la tercera guerra mundial -dijo Albert Einstein- pero la cuarta será con palos y piedras”. Este fue el cargo de conciencia, la culpabilidad, que acosó a algunas de esas mentes brillantes. Y de eso también habla la obra.
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