Viernes, 02 de Enero de 2015
Miércoles, 02 de Marzo de 2005

El jardín de los cerezos

El año pasado se conmemoró en la Argentina el centenario de la muerte de Chéjov, lo que pareció renovar el interés en él demostrando que si es un clásico, como diría Italo Calvino, es porque sigue dando respuestas a las preguntas que planteamos. Si así no fuese ¿Qué podrían tener en común un médico/dramaturgo ruso decimonónico y una compañía teatral sueco-argentina del siglo XXI? El cambio de siglo, común a ambos, nos descubre igualmente vulnerables. “El jardín de los cerezos” es la última obra de Chéjov y una de sus piezas más emblemáticas. El mundo reaccionario de una clase aristocrática que perece por no aceptar los cambios, estudiantes crónicos incapaces de llevar a la acción sus palabras y ex – esclavos que rechazan ser liberados, son avasallados por los tiempos que cambian sin que ellos lo perciban. La nueva burguesía, a pesar de sí misma, llega para desplazarlos aunque ellos se nieguen a aceptarlo. Y en el medio de la trama realista, el simbolismo irrumpe en la forma del sonido (del que nadie puede explicar su procedencia) de una cuerda que se rompe. La puesta de Hugo Álvarez no pretende aggiornar ni a los personajes ni al texto, simplemente lo pone ante nosotros. ¿Quién compone nuestro mundo reaccionario que ya es pasado pero se niega a verlo? ¿Cuál es el cambio que ya está entre nosotros? Ricardo Bartis podría responder que el peronismo es el cadáver putrefacto que todos insisten en que sigue vivo. Álvarez no dice nada. El único rastro es el cerezo, presente en la sala desde el comienzo. La singularidad del árbol es que sus raíces están en el techo, la posición es invertida. Seguramente se hizo así por una comodidad técnica, pero inesperadamente aporta un nuevo rasgo simbolista a la obra. La puesta abre con Fris y una lámpara. Algunos sonidos, el anuncio de la llegada del tren, y la sala se llena de fantasmas que repentinamente la pueblan. Al igual que en Chéjov, los personajes se nos presentan en soliloquios (que casi son interpelaciones al público) que los desnudan ante nuestra mirada. Los encuentros personales, aquellos en los que cada uno dice francamente lo que piensa del otro, no producen ningún cambio. Simplemente se niegan como si nunca hubiesen existido. La escenografía y el vestuario apoyan estas intenciones. Todo lo que vemos en escena tiene el aspecto de viejo y sucio aunque se insista en una descripción fastuosa. Además, las tres puertas de acceso a la escena sumado al entrepiso, permiten una simultaneidad casi constante de acciones que le dan ritmo a la puesta. Pero son en realidad los objetos los que abren y cierran la obra: un viejo armario y un dibujo de los planes para la tala del jardín. Resumen y condensan (de una forma algo previsible) cuando ya no queda más por decir. Pero la comicidad, aquella que según Chéjov Stanislavsky le quitaba a sus obras, se plantea claramente en las actuaciones y en las innovaciones en el texto. Gracias a una dirección acertada, la heterogeneidad del elenco se unifica. Rita Terranova, Enrique Oliva Zani y Daniel Dibiase son claramente los trabajos más contundentes, pero Samy Zarember es el que encuentra el carácter justo, a mitad de camino entre la ternura y la risa, casi como un grotesco. Y la solapada referencia en diálogos casuales a otras obras del dramaturgo, son un guiño para el espectador en los momentos más inesperados. ¿Qué tendrá el dúo Chéjov-Álvarez? Nada de lo dicho anteriormente puede responderlo en forma definitiva. Lo único cierto es que pueden producir cosas insólitas como que, por ejemplo, a mitad de semana y a la hora de la cena, un teatrito en Corrientes y Juan B. Justo se llene para ver una obra escrita en 1903.
Publicado en: Críticas

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