Miércoles, 07 de Enero de 2015
Lunes, 22 de Marzo de 2004

El ocaso de una vida

Dos actores y un pianista se cargan al hombro una propuesta teatral extraña. Partamos por el principio: el título del espectáculo es llamativo y –al menos en el caso de quien escribe estas líneas- remite irremediablemente a las ya descoloridas producciones del género de Revista; pero estamos en el circuito Off, por lo que esa hipótesis queda descartada. Una actriz joven ha envejecido abruptamente por la insistencia de añorar sus antiguos años de gloria en la escena nacional. En su niñez supo ser algo así como Shirley Temple o Andreíta del Boca, luego cayó en desgracia. La mujer intenta toda suerte de tretas para hacer su retorno triunfal al ‘show-business’ local mientras se lamenta por su suerte. Su último bastión es el glamour al que se aferra vistiendo ropas fastuosas y brillantes y acompañándose de un escaso mobiliario recuerdo de su ya agotada magnificencia. Su fiel compañero la desea pero se contiene; la conoció en épocas de esplendor y ahora es testigo de su derrumbe. Ese clima intimista y con sabor a sepia, se ve atravesado de golpe por las guarangadas que vienen en tono cómico intercaladas en los textos. Hasta aquí una ajustada síntesis argumental. El espacio donde transcurre la acción intenta tener algo de café concert o cabaret alemán de los‘30 al tiempo que se mezcla con los diseños contemporáneos. Los escasos objetos que vemos en escena son efectivos en su uso y concepción. Lo mismo sucede con el diseño de vestuario. El espectáculo presenta un raro juego de oposiciones, siendo la primera y más evidente la presencia de dos actores en escena, una mujer y un hombre. Ellos contrastan claramente en uno de los signos fundamentales de ésta puesta... el vestuario: él lleva un traje sin demasiados detalles y su aspecto general es de ‘dejadez’, ella luce esplendorosa en todas sus apariciones; su vestido de terciopelo negro, sus guantes al tono y su turbante brillante con plumas colaboran claramente en la composición del personaje. Probablemente, el punto de mayor imprecisión es la actuación. Resulta difícil definir si la importante distancia que se verifica entre los desempeños de los dos teatristas se debe a falencias del rol de dirección o a la necesidad de seguir buscando los personajes un poco más. Los bordes del rol masculino están claramente mejor delineados; se lo ve más sólido en escena. Es importante destacar que ese personaje tiene una propuesta desde la dramaturgia que lo orienta en la necesidad de transitar diversos matices. Sebastián Wasersztrom se destaca en escena por su habilidad para pasar velozmente del melodrama a la comedia así como también por sus monólogos y canciones resueltos todos (más que con la preparación de una garganta privilegiada) con su ductilidad en escena. Por su parte, el rol femenino se expone ante el público constantemente como la suma del glamour salpicado con pizcas de oscura decadencia. El registro de actuación (a mi criterio un poco mimético) y el atuendo de la protagonista femenina nos remiten al genial film Sunset Boulevard de Billy Wilder (también comedia musical en Broadway estelarizada por Glenn Close). Al piano Alejandro Ziegler vestido con el chaleco de rigor de cualquier pianista de cabaret que se precie de tal, despunta con un repertorio cautivante basado en standars de jazz del estilo de Ellington, Porter o Gershwin y algunas otras canciones originales que, como mencionamos líneas arriba, interpreta eficazmente Sebastián Wasersztrom, actor, director y autor de ésta puesta. A mí que me digan guarangadas es un espectáculo que revela ciertas búsquedas. Por momentos parece perderse en su propio objetivo y estructura pero logra finalmente orientarse sumando elementos del café concert, de Sunset Boulevard, del género musical, de la revista picante, del Star System de Hollywood y de la decadencia local.
Publicado en: Críticas

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