Sábado, 03 de Enero de 2015
Miércoles, 21 de Enero de 2004

Lo que me costó el amor de Laura

El grupo de teatro independiente Los Veintidós ha emprendido la nada fácil tarea de poner en escena esta “opereta” de Alejandro Dolina. Contaban a su favor con la indiscutible popularidad del autor y de la obra misma, ya conocida por sus seguidores a través de las emisiones radiales y puestas anteriores. La dificultad se presenta por la numerosa cantidad de pequeñas escenas que se desarrollan y el excesivo tono lúgubre, casi constante, que posee esta historia, que narra los avatares de un torturado enamorado. A esto se le suma el reducido espacio de la sala Liberarte. Sin embargo, el grupo ha logrado generar a partir de estos condicionamientos, una buena utilización del espacio escénico, aprovechando al máximo el escenario y el pasillo anterior (recordemos que la sala es un bar provisto de mesas y sillas). En efecto, el manejo de la disposición escénica de los actores y las coreografías, ayudados por una escasa pero buena escenografía y una mejor iluminación, convierten en herramienta expresiva lo que en principio podría resultar una limitación para este tipo de obras musicales. Esto se logra mediante el constante desplazamiento de los actores (muchas veces bailarines) y a la utilización de distintos recursos escénicos, generando los matices necesarios para pasar de una escena a otra y a través de una puesta que siempre tiene en cuenta la mirada del espectador. El resultado es un interesante juego de puntos de vista, que materializa el clima onírico en el que se desarrolla la fábula. Esta elección expresiva es uno de los mayores méritos de la puesta, aunque por momentos puede tornarse abrumadora, dada la cercanía con el público, la gran cantidad de actores en escena y la duración de la pieza. Ya que la mayor parte del texto es cantado, el manejo vocal es una de los aspectos que más queda al descubierto en la obra. El desempeño es dispar (lo cual constituye el aspecto más cuestionable de la puesta: ¿por qué cantan quienes no son cantantes?), destacándose la buena labor de Ezequiel Martínez (el enamorado) y Lila Kian (quien marca los instantes más emotivos con sus escasas pero significativas apariciones). En cuanto a la actuación, se logra llegar a lo dramático, el énfasis en el aspecto trágico es notorio, siendo quizá menos resaltada la nota cómica, que es casi exclusivamente explotada por Carlos Rosas. Su personaje funciona como nexo entre el público y la obra, conectando el espacio real (la sala Liberarte) con el bar imaginario, convirtiéndose por momentos en un personaje/didascalia. De este modo, “Lo que me costó el amor de Laura” resulta un ejercicio esforzado de un grupo independiente. Para aquellos que desean ver un Dolina... sin Dolina.
Publicado en: Críticas

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