Sábado, 10 de Enero de 2015
Miércoles, 12 de Mayo de 2010

Un diamante en el Tadrón

"Se espera que la lluvia pase. Se espera que los vientos lleguen. Se espera (...). Yo hablaba. En mí el lenguaje es siempre un pretexto para el silencio. Es mi manera de expresar mi fatiga inexpresable". Alejandra Pizarnik en Prosa completa.

Hablar esperando la lluvia y los vientos. Hablar para que el tiempo pase. Hablar de sí y del mundo pequeño, casi ínfimo, que la rodea.
Natalia está sentada en un banco. Una serie que se construye entre el color y la materia resuelve de manera económica el signo "plaza". Ella permanece aferrando su bolsita de compras como si allí llevara un tesoro, o como si en ese pequeño refugio cupiera todo lo que le queda.
Pronto sabremos que va a contarnos una historia: la suya. Y como toda biografía (presentada como si fuera una autobiografía), implica un pacto de lectura. Quien escucha acepta lo que se le cuenta como verdadero, deviene en testigo de ese relato entre tierno y adverso, cruel y bello. Porque la vida de una muchacha casi sin poder de decisión, sin autonomía, criada como quien existe para servir el placer de los otros, tiene que ser injusta y dura. Pasará de desconocer a conocer, se aventurará en rincones que ni busca ni sueña, se resignará, en fin, a lo que concibe como destino.
Sus primeras decisiones (a escondidas) serán despiadadas, como las que tomaron siempre con ella. Ha de arremeter contra los más débiles, el único modelo que conoce. Más tarde llegará la guerra y con la guerra el hambre. Y la verá madre sola, con dos hijos desamparados.
Pero la guerra terminará. Y a la manera de un roto para un descosido, dos desesperanzas se unirán para creer que la vida continúa.
La plaza del diamante (y ahora olvidemos un poquito la novela, si es que se puede) propone a una actriz, Fernanda Pérez Bodria, que multiplica el espacio que ocupa, que seduce (paradójicamente) con la construcción de su Colometa- Natalia, desvalida, ingenua, peligrosa.
Es necesario decir que la versión es muy bella. Queda aquí lo más rico del lenguaje y en la casi quietud (los desplazamientos son mínimos: se sienta, se levanta, avanza unos pasos, se vuelve a sentar), esta puesta sencilla, sin estridencias, sin iluminación inútil e ilustrativa, conquista y conmueve con recursos profundamente efectivos.
Respecto de la lectura ideológica, los méritos son compartidos con Mercé Rodoreda: la denuncia de la vida sometida de la mujer, hasta el punto de pensar lo que piensa para con los hijos, la guerra que borra los restos del sentido común en la búsqueda por la supervivencia, la metáfora de la destrucción de los pichones dentro de sus huevos, la esperanza, renovada, a pesar de todo.
La propuesta es íntima, cercana, nos convierte en testigos privilegiados de su historia.
No hay hermetismo ni parafernalia de despliegue, ni espasmos, ni gestos exacerbados.
Hay un director que confía en el texto que tiene entre manos, en el espacio que construye y en la actriz. ¿Se necesita algo más para obtener una joyita teatral?

Publicado en: Críticas

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