Jueves, 01 de Enero de 2015
Jueves, 01 de Mayo de 2008

A soñar mi amor

La obra de Guillermo Arengo se entromete en la separación de una banda de rock, como pretexto para indagar estéticamente acerca del límite entre la realidad y el sueño. 

El de los grupos de rock no es un universo referencial muy frecuentado por el teatro argentino, a pesar del extraordinario desarrollo de dicho género musical en nuestro país durante las últimas cinco décadas. Más allá de la interrelación entre teatro y rock que supuso el under en los ‘80 (hemos tratado algunos de sus aspectos en una nota durante 2007), pocas obras se han adentrado en este mundo o lo han utilizado para caracterizar a sus personajes. El año pasado La muerte de Brian ubicaba la acción en el fallido ensayo de una banda, sin que este hecho implicara más que una mención por parte de los personajes. Lucidez, en cambio, se inmiscuye en la conflictiva separación de un cuarteto otrora exitoso. Sin caer en parlamentos explicativos, la pieza logra comprometer al espectador con ese clima de dolorosa despedida, que se sospecha producida por el bloqueo creativo de Laly, el líder del grupo.

Guillermo Arengo es, desde la dramaturgia y la dirección, el indiscutido artífice de este universo. Son buenas las actuaciones que lo encarnan, recortándose notablemente la de Blas Arrese Igor, en una escena por demás inquietante. Podríamos decir que la obra se fractura en dos: antes y después de esta escena, en la que sólo basta un cambio en la iluminación para que todo se vuelva extraño. Pero volveremos sobre la misma más adelante. Otro de los aciertos de la puesta es el tratamiento del espacio, que aprovecha la profundidad de la sala Beckett, al tiempo que incorpora el fuera de escena. La superficie refractaria de una tela plástica y nuevamente la luz, configuran esta sala de ensayo en proceso de desmantelamiento.

Por momentos, la última jornada de la banda remitirá a la separación de una pareja, con la consabida división de bienes comunes. En este caso, esto tiene que ver, obviamente, con los instrumentos musicales y, menos obviamente, con otros elementos que han construido la vida en común, como es el caso de Piripikio, pájaro que ha hecho las veces de mascota de la banda. La desesperación y la pena que produce el desprendimiento de un lugar conocido y la necesaria apertura al abismo de lo incierto, dimensión presente en mayor o menor medida en toda despedida definitiva, lleva a los personajes a transitar diferentes estados, que van de la indiferencia al llanto, del silencio a la confesión.

Pero no hay que creer en todo lo que se ve. El tratamiento de lo onírico en teatro es un desafío que no siempre llega a buen puerto. Comparados con el cine, los recursos que el teatro posee para pasar de una realidad "real" a una imaginada son escasos, y por eso es tan sorprendente apreciar cuando este pasaje se realiza, como aquí, con notable éxito.

Es curioso que el tratamiento de lo onírico establezca vínculos con la capacidad de elucidación implícita en el epíteto "lucidez" en dos obras recientes: es el caso de Lúcido, de Rafael Spregelburd y el que nos ocupa. A pesar de esta coincidencia, ambas obras presentan procedimientos formales y argumentales diversos. La primera apela al desarrollo de una acción que va adoptando progresivamente aspectos absurdos que desembocan en lo caótico, clausurando la narración con un regreso a la normalidad en el que se explicita la entidad onírica de lo visto anteriormente, procedimiento similar al famoso "era un sueño" cinematográfico. En el caso de Lucidez, la incomprensibilidad propia de lo alucinatorio se mezcla con lo real, al punto de no presentar diferencias. Esto es justificado argumentalmente por la caracterización de los personajes como estrellas de rock, lo cual habilita comportamientos y parlamentos no cotidianos. Así, la obra adquiere complejidad y le confiere al espectador la responsabilidad de discernir y disfrutar del pasaje entre realidad y sueño. De este modo, y sin ánimo de revelar ningún dato clave, lo notable es que todo aquello que pertenece al mundo de la fantasía del personaje (¿o los personajes?) que experimentan visiones durante la obra, es apreciado sólo retroactivamente. ¿Qué significa esto? Que el espectador se entera después de que lo ha visto. Y a veces ni se entera... No diremos más, porque en ese caso sí estaríamos siendo indiscretos. Sólo propongamos una "tarea para el hogar": ¿qué sentido le daría usted a la última escena?

Publicado en: Críticas

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