Jueves, 01 de Enero de 2015
Lunes, 17 de Septiembre de 2007

¡Mamita querida!

El perfume de la siesta se interna en la vacía existencia de tres hermanos trastornados por una  insoportable orfandad, quienes creen reconocer en una forastera a su madre muerta.

Convengamos en que la existencia de la propia madre es una de las pocas certezas que acompaña al sujeto durante la vida. Podrá desconocerse su verdadera identidad, como en casi todas las telenovelas, su actual paradero, como en el caso que nos ocupa,  pero no se puede dudar de su existencia. “Nadie puede negar que soy hijo de mi madre”, podrían decir varios personajes teatrales, si es que pudieran realizar declaraciones, porque todos sabemos que los personajes son personajes y no personas. En efecto, el dilema de Orestes no existiría si no fuera por Clitemnestra, y Hamlet no tendría fantasmas en la azotea, si no fuera por las trapisondas de Gertrudis con su cuñado. Y que no vaya a abrir la boca Edipo, que para eso lo tenemos a Sigmund Freud que vino después y contó todo.

El teatro argentino, en el que abundan los padres reales o simbólicos, no es tan prolífico en cuestiones maternales. Es sabido que el tango y el cine se sacan chispas por ver quién gana por goleada. La “viejita” de la canción ciudadana ya es un estereotipo y basta recordar películas como Pobre mi madre querida, La ley que olvidaron y Puerta cerrada, para que se nos caiga un lagrimón. Pero el teatro vernáculo ha sido menos sensiblero ante “la mamma”.

Pero sucede que no hay nada mejor para un actor que un personaje “rarito”. Y qué mejor justificación para un loquito que la ausencia de madre. Además, si juntamos a varios, podrían llegar a ser hermanos, con lo que sumaríamos la posibilidad de incesto. ¡Y todo por el mismo precio, señora! Así, las últimas temporadas de nuestra escena porteña han sido más generosas con las madres, aunque siempre se las haya  estigmatizado como ausentes o despreocupadas (la mamá / niña / vampiro de La omisión de la familia  Coleman o la madre muerta de los primos de Algo de ruido hace, pueden aportarnos elocuentes ejemplos).

Efectivamente, el puntapié inicial de El perfume de la siesta es el aparente regreso de esa madre, que con su ausencia ha provocado variados trastornos en sus hijos. Acaso su regreso cure las heridas… Lo cierto es que los tres personajes de la obra, un semisalvaje  que pasa sus días en pijama, una enfermera abatida por los hombres que acechan su vida y un empleado hiperkinético de hotel,  que se ha fanatizado con la diosa afro-brasileña Yemanyá, son hermanos y creen reconocer a su madre en una cantante que se halla de gira por el pueblo. Ése es el conflicto. El resto está dado por el clima, el ambiente, la forma. La vida de provincia aporta todo su bagaje de pintoresquismo (propio del barroco post Ricardo Bartis): la proliferación de objetos viejos, vetustos y bien argentinos. El recurso al universo litoraleño, muy en boga últimamente, le agrega especiales toques con la referencia al calor, la vegetación exuberante de la selva, los mosquitos, la pobreza… En definitiva, todo un universo de colores y sensaciones que no se consiguen en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Lo cierto es que el ritmo enardecido de los movimientos escénicos, la excesiva energía de los actores y la rapidez con la que se suceden las situaciones (algunas redundantes, como la escena del travestismo: si había un hijo identificado con la madre, el público ya sabía cuál era), no permiten que la acción dramática se vaya desarrollando hacia su más acabada plenitud. El momento de la malograda anagnorisis, por ejemplo, se pierde en el remolino de entradas y salidas.

La Yemanyá ocupa el lugar de la madre y finalmente se dará a ver en toda su crueldad, como esa divinidad que parece estar para todos menos para aquél que la necesita, lo que provocará el desenlace que tendremos la delicadeza de no revelar en este acto.

Asimismo, lo destacable de la puesta es que la nostalgia por lo materno se consiga con exquisita sutileza a través de la voz de la cantante y una cortina roja por la que se vislumbra un brazo que se despide. ¡¿Pero esa mujer no era la que vimos cuando ingresamos a la sala?! Sí, era esa, pero no sabíamos quién era. Pasó delante de nuestros ojos y no la aprovechamos. Igualito a como pasa con mamá. Acaso porque nadie sabe lo que es la vieja, hasta que la pierde…

Publicado en: Críticas

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